50 AÑOS SIN EDGARD VARÈSE

EDGARD VARÈSE

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación noviembre 20, 2015

Por José Antonio Palafox

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Edgard Varèse falleció el 6 de noviembre de 1965 en la ciudad de Nueva York. Tenía 81 años de edad y el deseo de que no quedara ningún rastro de su paso físico por este mundo. Lo consiguió, ya que no existe ninguna tumba que evoque su recuerdo. No pudo, sin embargo, borrar la profunda huella que su obra dejó en la historia de la música contemporánea, ya que al emprender el estudio de las propiedades físicas del sonido producido de forma tradicional en busca de nuevos sonidos con los que se pudiese ampliar el panorama expresivo musical, este compositor francés nacionalizado estadounidense consiguió revolucionar para siempre la forma de hacer música.

Pero, ¿quién fue y en qué consisten las innovadoras propuestas de este hombre de mirada penetrante y cabello alborotado, más cercano al estereotipo del “científico loco” (según lo describe el rockero Frank Zappa en su texto “Edgard Varèse: El ídolo de mi juventud”) que a la imagen del compositor serio y vanguardista? ¿Cómo es que con un puñado de obras que caben fácilmente en dos discos compactos logró sacudir radicalmente siglos de tradición y convertirse en una influencia ineludible para distintos géneros, intérpretes y compositores?

Edgard Varèse nació en París el 22 de diciembre de 1883. A temprana edad se trasladó con su familia a Turín, donde tuvo su primer contacto con la música. Sin embargo, se topó con la oposición de su padre, quien lo obligó a estudiar una ingeniería. El joven Varèse obedeció por un tiempo, pero -seguro de lo que quería- abandonó el Politécnico de Turín y regresó a Francia en 1903. Comenzó a estudiar música de manera seria en la Schola Cantorum y en el Conservatorio de París, bajo la tutela de profesores de la talla de Albert Roussel y Charles-Marie Widor. Lamentablemente, de sus trabajos de juventud solamente se conserva “Un grand sommeil noir” (1906), modesta canción de corte impresionista para voz y piano cuyo texto es un poema de Paul Verlaine.

En 1907, con 24 años de edad, Varèse parte a Berlín. Ahí conoce a músicos tan importantes como Richard Strauss y Ferruccio Busoni, así como a los escritores Romain Rolland y Hugo von Hofmannstahl, con quien empieza a trabajar una ópera (“Edipo y la Esfinge”) que queda inconclusa. En 1911 estrena el poema sinfónico “Bourgogne”, obra que fue destruida por el propio compositor muchos años después al considerar que no era un buen trabajo.

En diciembre de 1915 Varèse se marcha a los Estados Unidos, dejando atrás a una Europa enfrascada en la Primera Guerra Mundial. Instalado en Nueva York, inicia un intenso periodo de actividad: dirige orquestas, se relaciona con las vanguardias artísticas de Greenwich Village y funda la International Composers’ Guild, una organización dedicada a promover la obra de compositores contemporáneos tales como Arnold Schoenberg, Carlos Chávez y Béla Bartók. También se dedica a desarrollar sus ideas particulares acerca del sonido, las cuales intentaremos explicar a muy grandes rasgos:

Edgard Varèse definía a la música como un conjunto de sonidos organizados. Esta organización presenta, sin embargo, dos problemas fundamentales. El primero, que los sonidos puros –los cuales deberían ser perfectamente considerados como música- son habitualmente descalificados como “ruido”. La solución a esto sería destruir las estructuras musicales tradicionales para recomponerlas y crear otras nuevas donde los “ruidos” pudieran tener lugar. Para conseguirlo, se dedicó a estudiar de manera científica las propiedades físicas del sonido, con la finalidad de crear masas sonoras de diferente intensidad y densidad y hacerlas “chocar” entre sí para dar como resultado nuevos sonidos capaces de ampliar las posibilidades expresivas de la música. Y es aquí donde se presenta el segundo problema, que consiste en que los instrumentos usuales (principalmente los de cuerda, que el compositor trata de evitar lo más posible por su inevitable asociación con las formas musicales del siglo XIX) resultan bastante limitados a la hora de producir esos nuevos sonidos. Para librar ese obstáculo, Varèse no duda en experimentar con nuevas opciones (el theremin y las ondas Martenot, curiosos instrumentos electrónicos que en su momento fueron novedosos), utilizar los instrumentos ya existentes de formas innovadoras (especialmente las percusiones), o incorporar a la orquesta objetos que inicialmente no estaban pensados para servir como instrumentos musicales (sirenas y silbatos, por ejemplo).

Las investigaciones de Varèse empezaron a cobrar forma con “Amériques” (1921), extensa obra en un movimiento en la que el sonido es tratado como un ente que “cambia constantemente de forma, dirección y velocidad” y que es considerada hoy en día como una de las piedras angulares de la música del siglo XX. En ella, el compositor utiliza una orquesta de grandes dimensiones a la que agrega un nutrido grupo de percusiones, así como partes que deben ser interpretadas por silbatos de barcos y sirenas de ambulancias. Los insólitos sonidos producidos por estos aparatos podrían hermanar la propuesta de Varèse con los radicales experimentos sonoros de Luigi Russolo y otros futuristas italianos; sin embargo, debemos recordar que su finalidad no era solamente utilizarlos para producir ruido, sino –a partir de éste- expandir las posibilidades expresivas de la música.

En este punto resulta importante aclarar que, si bien es cierto que la música de Edgard Varèse no es nada fácil de escuchar –ya que los sonidos, ritmos y melodías a que estamos acostumbrados son sustituidos por densas masas de sonido estructuradas de forma compleja y contrastante, con largos momentos de silencio y abruptas disonancias-, sus composiciones no deben ser etiquetadas como experimentales. Él mismo se refería al engorroso tema del encasillamiento de la siguiente manera: “Al igual que todos los compositores que tienen algo nuevo que decir, yo hago experimentos, pero cuando presento una obra acabada ya no es un experimento, es un producto acabado. Mis experimentos van a parar al cesto de la basura”. Como sucede con cualquier vanguardia artística que se desee comprender, para poder captar en su totalidad la riqueza de las propuestas de Varèse el espectador debe estar dispuesto a modificar sus nociones establecidas acerca de lo que es la música.

Después de “Amériques”, el compositor recurrió a su fascinación por la vanguardia latinoamericana para la creación de su siguiente obra. A lo largo de su vida, Varèse mantuvo una relación de amistad y admiración mutua con algunos de los artistas latinoamericanos más importantes de su tiempo: el cubano Alejo Carpentier, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el chileno Vicente Huidobro y los mexicanos José Juan Tablada, Diego Rivera y Carlos Chávez, entre otros. “Offrandes” (1921) es una breve pieza de carácter íntimo para soprano y orquesta de cámara, en la que Varèse incorpora los poemas “Canción de lo alto” de Huidobro y “La cruz del Sur” de Tablada. En ella, las audacias expresivas que dan forma a los versos de ambos poetas se ven envueltas –respectivamente- en un delicado cuerpo sonoro de corte impresionista (la parte correspondiente al poeta creacionista chileno) y en un vigoroso bloque de contrastes auditivos (el segmento que toca al poeta modernista mexicano).

Entre 1922 y 1927 Varèse compone cuatro obras más -“Hyperprism” (1923), “Octandre” (1924), “Intégrales” (1925) y “Arcana” (1927)- en las que paulatinamente se va desprendiendo de la influencia de otros músicos (principalmente Claude Debussy e Igor Stravinsky) al mismo tiempo que continúa desarrollando sus teorías del “choque” de masas sonoras. En conjunto, estas piezas forman un profundo estudio sobre la descomposición física del sonido y la desaparición del ritmo y la melodía.

En 1928 el compositor viaja a París para ampliar sus investigaciones sobre los instrumentos electrónicos. Ahí prepara “Ionisation” (1931), obra fundamental en que analiza detalladamente las posibilidades expresivas de prácticamente todos los instrumentos de percusión y que fue su primera pieza grabada en disco de vinilo. En 1933 regresa a los Estados Unidos, llevando consigo la traducción al francés de las “Leyendas de Guatemala” de su amigo Miguel Ángel Asturias, quien por ese entonces se encontraba estudiando etnología en La Sorbona. El contenido de ese libro se basa en gran medida en las narraciones míticas del Popol Vuh, y Varèse lo utilizará para dar forma a la parte de la voz en “Ecuatorial”, su siguiente composición.

Estrenada en 1934, “Ecuatorial” es una pieza esencial dentro del desarrollo de la música en general y de la obra de Edgard Varèse en particular. Su importancia histórica radica en que se trata de la primera composición donde se intentó crear una unidad entre los sonidos emitidos por los instrumentos electrónicos (theremin u ondas Martenot, según pueda tenerse acceso a cualquiera de ellos) y los producidos por los instrumentos tradicionales (en este caso 4 trompetas, 4 trombones, un piano, un órgano y la voz humana). Con esta obra Varèse se convirtió, tal vez sin sospecharlo, en el precursor de la música electroacústica.

Sin embargo, “Ecuatorial” también marca el final de un largo periodo de efervescencia creativa. Las pausas entre una pieza y otra se van haciendo más prolongadas, como si el compositor estuviera acumulando fuerzas antes de emprender la creación de las que serán sus dos últimas grandes obras. Así, a la breve pero compleja “Density 21.5” (1936) para flauta solista siguen once años de silencio y luego las modestas “Tuning up” (1947) y “Dance for Burguess” (1949).

A principios de la década de 1950 Varèse regresó a Francia, esta vez para diseñar las partes electrónicas de “Déserts” (1954), su siguiente composición, en el estudio de Pierre Schaeffer (padre de la música concreta). Estrenada en el Teatro de los Campos Elíseos, la obra fue mal recibida por una escandalizada concurrencia que quizá esperaba escuchar cualquier cosa menos una pieza de casi media hora de duración en la que tres segmentos de sonido “organizado” generados por una cinta magnética de dos pistas eran intercalados entre los bloques de música resultantes de la acumulación de “capas” sonoras producidas por una orquesta de vientos y percusiones.

Pero la mente del compositor se encontraba ya más allá de lo que pudiese opinar un público conservador. Concentrado en la posibilidad de manipular, ordenar y controlar el sonido que el uso de la cinta magnética le ofrecía, Varèse presentía cada vez más cercana la materialización total de sus teorías acerca del sonido “organizado”. “Poème électronique” fue la consecuencia lógica de sus esfuerzos en este nuevo campo de la exploración sonora.

En 1958 Varèse fue invitado por el legendario arquitecto Le Corbusier para colaborar con él y con el también arquitecto y compositor Iannis Xenakis en la creación del pabellón con que la empresa holandesa Philips haría acto de presencia en la Feria Mundial celebrada ese año en Bruselas. El objetivo era lograr una fusión de carácter estético entre arquitectura, imagen y sonido, así que –mientras Xenakis se hacía cargo del diseño del pabellón y Le Corbusier de las imágenes que se proyectarían- Varèse llevó al límite sus ideas vanguardistas y compuso una pieza de ocho minutos de duración titulada “Poème électronique”, en la que prescindió totalmente de los instrumentos habituales para trabajar exclusivamente con sonidos electrónicos grabados en una cinta magnética. Estos sonidos eran emitidos a través de 400 altavoces, distribuidos estratégicamente por el interior del pabellón para crear un efecto de “inmersión acústica”. El propósito perseguido por el compositor era que los espectadores pudieran percibir cómo el sonido adquiría “forma” de acuerdo a la lógica del espacio físico donde se encontraran parados. Por fin, sirviéndose de la tecnología, Varèse lograba tener el control total del sonido al ser capaz de organizarlo no sólo en el tiempo, sino también en el espacio.

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Fragmento de “Poème électronique”

¿Qué podía seguir a esta experiencia extrema? Tal vez preparándose para iniciar un experimento aún más ambicioso, Varése compuso “Nocturnal” (1961), una modesta pieza en la que utilizó un texto de Anaïs Nin para explorar una vez más las texturas sonoras de la voz, en esta ocasión una soprano y un coro masculino. Sin embargo, ésta fue la última obra que pudo completar antes de morir.

A lo largo de la vida de Edgard Varèse se perdieron poco más de veinte piezas de su autoría. Gran parte de ellas fueron consumidas en un incendio sufrido por los editores de sus partituras en Berlín; otras fueron destruidas por el propio compositor al resultarle poco satisfactorias; dos o tres simplemente quedaron inconclusas. Así, una vez inmersos en su trabajo, no podemos evitar preguntarnos cómo sería el tipo de música contenido en esas partituras y qué innovaciones pudo haber propuesto en ellas. Sin embargo, basta escuchar las quince piezas (casi todas muy breves, con menos de ocho minutos de duración) que conforman la totalidad de su obra conocida para entender la importancia del aporte hecho por este hombre al panorama musical del siglo XX. Tal vez Frank Zappa tenía razón al describir a Varèse como un “científico loco”, ya que –desde Víctor Frankenstein hasta Nikola Tesla- la historia ha demostrado que los más descabellados experimentos que esas personas llevan a cabo suelen terminar siendo las luces que iluminan los senderos por los que después caminarán los demás.

Jose Antonio Palafox
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