Aunque nos guste imaginar a Beethoven componiendo sus cuartetos finales en aislamiento hermético del mundo, la verdad es que fueron creados en respuesta de una creciente demanda pública de cuartetos de cuerda. Varios editores compitieron para adquirir los derechos de las tres obras (op. 127, 132 y 130) que Beethoven había escrito a instancias de príncipe Nicholas Galitzin. Y mientras él todavía luchaba con la Gran Fuga del Finale del op.130, recibió una oferta lucrativa de la editorial parisina Moritz Schlesinger por los cuartetos op.132 y 130, además de un tercero, aún no escrito. Este resultó ser el do sostenido menor, comenzado a finales de 1825 y terminado el verano siguiente. Según Karl Holz, violinista segundo del Cuarteto Schuppanzigh después ser reformado en 1824, Beethoven mismo consideraba a esta magna obra como su mayor logro en el género. Pero aunque hay relatos de anteriores actuaciones privadas, incluyendo, dolorosamente, un para Schubert en su lecho de muerte, no fue escuchado en público hasta 1835.

Siempre impredecible en sus relaciones con los editores, Beethoven vendió los derechos no a Schlesinger (que más tarde recibió el cuarteto en fa mayor op.135, como indemnización) sino a Schott de Mainz, señalando que era una pieza “parchada con varios fragmentos extraídos de aquí y allá.” Schott realmente no consideró la broma y confió en que la obra era nueva. Quizá era una referencia irónica al plan formal de la pieza en siete secciones, tocadas prácticamente sin pausa y con una enorme diversidad emocional. Anticipando el dicho de Mahler que “una sinfonía debe contener todo el mundo,” Beethoven parece haber diseñado el op.131 para abarcar una amplia gama de formas, texturas y sensaciones, desde la elegía sobrenatural de la fuga de apertura hasta la melodías callejeras y el humor bullicioso del Presto; del deslizamiento burlón del segundo movimiento a la truculencia y el pathos lírico del final.

La fuga de apertura de Beethoven atestigua sus estudios no sólo de las “cuarenta y ocho” de Bach, sino también de la polifonía vocal enrarecida de Palestrina. Pero la música se extiende a través de un espectro más amplio de tonalidades que encontramos siempre en una fuga de Bach, mi bemol menor y si mayor antes de instalarse en la mayor para un episodio canónico etéreo tocado por dos violines. Beethoven entonces construye una serie de ondas hacia un gran clímax, con el violonchelo ocupándose del tema principal en los valores de duración más largos contra secuencias crecientes en el primer violín y síncopas en las voces interiores.

Mientras la música parece disolverse en lejanas octavas, do sostenido se eleva suavemente hasta re y el segundo movimiento –un scherzo secreto y burlón– se establece. Esto es en efecto una variación continua de una melodía suave que hace juego prominente con los pares de semitonos desde la fuga. Como a menudo en estos últimos cuartetos, Beethoven utiliza aquí un material simple, casi infantil, de manera extraña y subversiva. Después de un repentino y bullicioso estallido –el primer fortissimo de la obra, el movimiento se desvanece sin aparente conclusión. Luego de dos enérgicos acordes cadenciales aparece un recitativo casi operístico, con florituras tipo cadenza: un breve interludio entre el scherzo y el movimiento central.