El amor lejano, o la imposibilidad del romance perfecto entre libreto y música

Por José Antonio Palafox A pesar de ser una de las grandes obras de la prolífica compositora finlandesa Kaija Saariaho (1952) y, tal vez, una […]

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación diciembre 13, 2016

Por José Antonio Palafox

A pesar de ser una de las grandes obras de la prolífica compositora finlandesa Kaija Saariaho (1952) y, tal vez, una de las mejores óperas de los últimos 25 años, L’amour de loin solo cuenta con dos grabaciones (un DVD de Deutsche Grammophon y un CD doble de harmonia mundi) y es representada en poquísimas ocasiones. Razón de  más para no dejar pasar la transmisión en vivo que el Auditorio Nacional nos ofreció desde el MET de Nueva York el pasado sábado 10 de diciembre.

Las obras de Saariaho se caracterizan por la creación de inmensos bloques de una textura sonora muy particular que evolucionan sin cesar aunque con increíble lentitud, como si los elementos compositivos estuvieran suspendidos en una atmósfera sin tiempo, y L’amour de loin —primera de las cuatro óperas que ha compuesto hasta el momento—, no podía ser la excepción. Desde los acordes iniciales de esta partitura deudora de los experimentos más radicales de Arnold Schönberg y Alban Berg, la compositora nos envuelve en un hipnótico manto sonoro que establece una equivalencia directa con el carácter sempiterno del mar, elemento que juega un papel primordial como representación real y poética de la triste lejanía entre Jaufré Rudel y la condesa de Trípoli, los amantes desconocidos. La ópera transcurre en el siglo XII, y Saariaho adiciona a este espeso océano sonoro diversas melodías medievales que adquieren una peculiar textura fantasmagórica, como si estuviéramos siendo testigos de una historia surgida de entre las brumas del sueño. Rica en detalles sutiles, la partitura fue interpretada de manera impecable por la orquesta del MET bajo la experimentada batuta de la directora finlandesa Susanna Mälkki.

El libreto de L’amour de loin es de la autoría del galardonado escritor franco-libanés Amin Maalouf (1949), quien realizó algunos cambios a la leyenda (aquí, por ejemplo, la condesa de Trípoli se llama Clémence) con el objetivo de hacer hincapié en las diferencias existentes entre la realidad y la ilusión dentro del deseo amoroso, así como en el miedo a la soledad y la necesidad de pertenecer a algo o a alguien. Sin embargo, mientras que la partitura de Kaija Saariaho resulta fascinante por su complejidad sonora, el libreto de Maaluf deviene repetitivo y hasta chocante con su insistencia en los lugares más comunes y gastados de la fascinación amorosa. Es cierto que la evolución de los protagonistas es más psicológica que física, pero una y otra vez se repiten hasta el hartazgo las mismas ideas (tal vez en clave de “espejo”, porque lo que afirma Rudel es declamado poco después por Clémence, prácticamente con las mismas palabras), dando la impresión de que el texto solo está cumpliendo una función de “relleno” frente al espléndido progreso de la música y extendiendo hasta una duración de dos horas y media un conflicto que bien pudo resolverse sin mayor problema en un tiempo mucho menor. De cualquier forma, e independientemente de nuestra opinión, el texto de Maalouf se encuentra publicado en edición bilingüe bajo el sello Alianza Editorial.

Comentario similar merecen los tres solistas: sin duda alguna, la joven soprano Susanna Phillips se robó la representación, tanto por su notoria belleza física como por su habilidad para dar cuenta del difícil y demandante papel de la condesa Clémence. La cámara se regodeaba sin cesar en primeros planos del lindo rostro de la cantante, lo que nos permitió disfrutar de los sutiles gestos que indicaban la evolución interna de la condesa: desde la indignación inicial con que recibe las plegarias amorosas de Rudel hasta la comprensión de que en realidad es bella solo gracias a la belleza de las palabras del poeta y la final desesperación al ver que su amor lejano se consume ante sus ojos sin que ella pueda hacer nada para evitarlo. Por su parte, aunque un poco acartonado actoralmente hablando, el bajo barítono Eric Owens hizo entrega de un espléndido Jaufré Rudel. Su voz cálida y firme logró transmitir con creces ese desesperado aferrarse a una perfección idealizada que empieza a desmoronarse conforme el destino lo acerca a la encarnación de ese amor. Lamentablemente no podemos decir lo mismo del misterioso Peregrino, encarnación del destino cuya presencia es fundamental en L’amour de loin, ya que es él quien, con su incesante ir y venir entre Antioquía y Trípoli, desencadena los acontecimientos que llevarán a Jaufré Rudel a morir entre los brazos de la condesa Clémence. Pese a su acertada caracterización andrógina, la mezzosoprano Tamara Mumford ofreció un Peregrino con un desarrollo vocal bastante descuidado, incluso “agresivo”, lo cual resultó extraño porque Mumford suele desempeñarse de una manera impecable.

Finalmente, la puesta en escena corrió a cargo del escenógrafo canadiense Robert Lepage, quien optó por reducir al mínimo las posibilidades expresivas del escenario y apoyarse en dos únicos elementos: una inquieta grúa que, según la parte del escenario donde se encontrara, era la torre del castillo de Rudel en Antioquía o la torre del palacio de Clémence en Trípoli; y un mar creado totalmente por tubos de plástico fluorescentes que cambiaban de color, al principio con un propósito narrativo y después simplemente sin ton ni son, ofreciendo extravagantes mezclas de colores que en más de una ocasión hicieron lucir los primeros planos de la condesa Clémence como si estuviéramos asistiendo a la entrega de los premios Grammy o algo por el estilo. El hecho de limitar la escenografía a estos dos únicos recursos dio como resultado, por un lado, imágenes de cautivante belleza, como aquellas donde aparecía el Peregrino recorriendo las olas en su barcaza, pero también otras que resultaron lamentables, como las intervenciones de los integrantes del coro que, al no contar con un lugar dónde instalarse (ni modo de ponerlos a todos en la grúa), aparecían como impulsados por un resorte de entre las coloridas olas. Al final, el efecto que resultaba al ver las cabecitas del coro surgir de pronto como “jacks-in-the-box” envueltas entre los colores neón de las olas era involuntariamente cómico. Ni hablar.

Kaija Saariaho: L’amour de loin (Acto V. Fragmento: Si tu t’appelles Amour) / Susanna Phillips (Clémence) y la Orquesta del MET, dirige Susanna Mälkki

Jose Antonio Palafox
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