La danza de Vivaldi: el concierto para laúd RV 93

Por Francesco Milella La fascinante variedad de instrumentos y, sobre todo, el alto número de jóvenes estudiantes que Vivaldi encontró al llegar como maestro de música […]

Por Francesco Milella Última Modificación septiembre 19, 2017

Por Francesco Milella

La fascinante variedad de instrumentos y, sobre todo, el alto número de jóvenes estudiantes que Vivaldi encontró al llegar como maestro de música al Ospedale della Pietá, le dieron la oportunidad de experimentar, casi como un alquimista, diferentes combinaciones de instrumentos y de sonidos. Así nacieron los conciertos “per molti stromenti” (para muchos instrumentos), el hermoso Oratorio “Juditha Triumphans”, cuya extravagante orquesta contribuyó de manera determinante a su merecida fama, y sobre toda una serie de conciertos que Vivaldi dedicó a algunos instrumentos que la tradición europea barroca siempre había imaginado en composiciones “a solo”, o sea sin ningún tipo de acompañamiento que no fuera el omnipresente bajo continuo. Muy pocos antes de Vivaldi habían compuesto o incluso imaginado conciertos en donde una orquesta de cuerdas pudiera acompañar instrumentos como la viola “da gamba” en sus diferentes variaciones inglesa y francesa, mandolina o laúd. Y fue al laúd que Vivaldi dedicó una de sus obras más interesantes y encantadoras.

El laúd es un instrumento pequeño e íntimo, cuyo volumen y sonoridad son obviamente muy limitados. Lo que Vivaldi realiza con este concierto, podemos afirmar sin exageraciones, es una verdadera maravilla, y no solamente, como veremos, por la calidad de la música. Transportando dicho instrumento a una realidad orquestal, por lo tanto “comunitaria”, Vivaldi logra mantener inalteradas todas su frágiles y delicadas cualidades, logrando sobresaltar, gracias a un hábil y atento diálogo con la orquesta, su fuerza, su cantabilidad y su musicalidad. A estas cualidades

Vivaldi añade una música de infinita belleza.

El primer movimiento, siguiendo la típica estructura barroca, es un “allegro”, un allegro sereno, relajado y pacífico, casi bucólico: las frases son claras e inmediatas, el ritmo sencillo y homogéneo, por la melodía brillante y agradable, geométrica pero cautivadora. Obviamente nada en comparación con el segundo movimiento, uno de los momentos más altos y bellos de toda la música barroca europea.

Vivaldi, que muy a menudo consideraba el segundo movimiento como un simple puente armónico entre el primero y el último movimiento, en esta circunstancia decide dar lo mejor de sí, de su gusto melódico. La orquesta no hace absolutamente nada: con una sola nota lenta y suave, violines, violas y bajos acompañan al solista; el laúd le ofrece una base armónica sólida y compacta, sin dejarlo nunca solo en su camino. Un camino que realmente es difícil de comentar y analizar por su noble y aristocrática discreción, por su tierna sencillez, su belleza delicada y amable. Características que Vivaldi mantiene vivas y activas en cada momento de este “adagio”: incluso cuando obliga al solista a realizar una breve modulación en una tonalidad menor, el tono, el color, la delicadeza parecen simplemente cambiar de intensidad.

Después de este conmovedor momento en donde Vivaldi logra casi parar el tiempo por unos minutos, sigue el movimiento final, otra estupenda página musical. El tono obviamente es totalmente diferente: brillante y ágil, típicamente vivaldiano. El ritmo es una danza ligera y amable, una danza que parece casi invitarnos a acompañar al solista con un ligero movimento del cuerpo. Sobre este ritmo el laúd baila con elegancia y aristocracia, fantasía y buen gusto junto a una orquesta que logra perfectamente seguir y reforzar su bella y fascinante coreografía.

Francesco Milella
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