La traviata, o el triunfo de una extraviada

Por José Antonio Palafox   El pasado 11 de marzo fuimos testigos, en un Auditorio Nacional prácticamente lleno, de una de las mejores representaciones operísticas […]

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación marzo 15, 2017

Por José Antonio Palafox

 

El pasado 11 de marzo fuimos testigos, en un Auditorio Nacional prácticamente lleno, de una de las mejores representaciones operísticas que el MET de Nueva York nos ha ofrecido en su temporada 2016-2017: La traviata, una de las grandes obras de Giuseppe Verdi y —sin tomar en cuenta su desastroso estreno en 1853— una de las favoritas del público de todos los tiempos.

 

Infinidad de versiones de La traviata se han puesto en escena y grabado a lo largo de los últimos 164 años —imposible olvidar, por ejemplo, la legendaria interpretación que el 27 de marzo de 1958 hicieron una inmejorable María Callas y un jovencísimo Alfredo Kraus con la Orquesta del Teatro Nacional de São Carlos (Portugal) bajo la dirección de Franco Ghione—, por lo que cualquier nueva puesta en escena de esta dramática historia siempre se enfrenta a un apabullante peso comparativo histórico. Y esta es precisamente la razón por la que nos parece que la interpretación de este fin de semana fue un verdadero triunfo en todos los sentidos.

 

El de Violetta Valéry es uno de los papeles más complicados jamás escritos por Verdi. La partitura exige un amplísimo rango vocal (que pueda cubrir desde las luminosas florituras iniciales hasta el lóbrego lamento final), además de un desgaste físico impresionante (Violetta no para de cantar prácticamente en ningún momento) y grandes dotes actorales (el personaje pasa por una sutil pero fuertísima evolución psicológica que hay que saber transmitir), lo cual lo ha convertido en uno de los papeles más codiciados, pero también de los más temidos, por cualquier soprano que anhele formar parte de las grandes ligas de la historia de la música. Y en esta ocasión tenemos que decir que la joven soprano búlgara Sonya Yoncheva consiguió superar con creces las dificultades planteadas por este protagónico para hacer entrega de una Violetta impresionantemente cantada y soberbiamente actuada. Menudita y de frágil apariencia, parecía que Yoncheva sucumbiría bajo el gigantesco peso de cientos de Violettas históricas. Sin embargo, bastó con que abriera la boca para que —gracias a una técnica vocal impecable— se adueñara por completo del escenario y cautivara al público con una de las mejores traviatas que hemos escuchado en años. Su desempeño actoral también fue óptimo, y Yoncheva creó con total naturalidad a una Violetta que pasa sin ninguna dificultad del hastío y la complacencia que le provocan la adoración lúbrica de que la hacen objeto los hombres a la ternura para con el hombre al que ama, la dignidad frente al hombre que le pide que deje de amar y, finalmente, la desesperación y el miedo de la mujer enferma que sabe que sus días están contados.

 

Por su parte, el joven tenor estadounidense Michael Fabiano ofreció un Alfredo Germont —el único hombre que verdaderamente ama a Violetta Valéry— intenso y cautivante. El desarrollo vocal de Fabiano fue lo mismo sutilmente delicado en los momentos de intimidad con la mujer amada, que paroxísticamente brutal en los momentos de furia y despecho (de antología resultó la escena donde humilla públicamente a Violetta). Conocemos la cuidadosa calidad interpretativa de Fabiano, pero su demasiado simpático porte nos hacía temer que su Alfredo no resultara creíble actoralmente. Afortunadamente, el cantante consiguió imprimir a su personaje la dosis exacta de mansedumbre y esperanza (cuando todavía está cortejando a la traviata), de pasión y decisión (cuando por fin vive con ella) y de dolor e impotencia (cuando Violetta agoniza frente a sus ojos). Además, la acertada química escénica existente entre ambos solistas logró hacer realmente inolvidables momentos como en el famosísimo brindis del Acto I (Libiamo, libiamo ne’lieti calici) o en el emotivo y desgarrador Amami, Alfredo que canta Violetta envuelta en los brazos de su amado poco antes de huir de él para volver a la vida galante.

 

Completó el trío protagónico el veterano barítono estadounidense Thomas Hampson, quien —con la indiscutible calidad interpretativa a que nos tiene acostumbrados— dio vida a un impecable Giorgio Germont, padre de Alfredo. Preocupado porque la relación de su hijo con una cortesana está manchando el honor familiar, Giorgio trata de alejar a Violetta del que tal vez sea su único y verdadero amor. El brillante desempeño actoral de Hampson logró convertir a Giorgio de un viejo hipócrita e inconmovible en un carismático padre no solo preocupado por el futuro de su hijo, sino también vacilante ante la oportunidad de amar que sabe que le está arrebatando a la joven pareja, luego inflexible cuando reprende a Alfredo después de que este ha humillado a Violetta y finalmente arrepentido cuando asiste, impotente, a la agonía de la desventurada dama de las camelias.

 

Como sucede en prácticamente todas las óperas de Verdi, el coro tiene una importancia fundamental. Totalmente en sincronía con la intención del compositor de que La traviata tiene que ser una ópera “de su momento”, los integrantes del coro del MET aparecieron en escena convertidos en elegantes y desalmados yuppies contemporáneos. Sus impecables trajes y corbatas negros los hicieron parecer voraces cuervos ávidos de poseer a Violetta. Cabe mencionar que uno de sus mejores momentos tiene lugar durante la delirante fiesta con que concluye el Acto II (Noi siamo zingarelle y È Piquillo, un bel gagliardo), en la que, ataviados con perturbadoras máscaras que caricaturizan a Violetta y a Alfredo, los integrantes del coro bailan desenfrenadamente mientras un hombre travestido como la protagonista se contonea con grotesca lascivia por todo el escenario.

 

Verdi construyó la partitura de La traviata como una sucesión encadenada de música “de baile” que recrea el ambiente del París de su época y cuya unidad, al igual que sucede con la protagonista, se va desmoronando conforme transcurre la historia hasta terminar siendo, abiertamente, una marcha fúnebre de tintes casi abstractos. El experimentado director italiano Nicola Luisotti, quien en esta ocasión estuvo al frente de la orquesta del MET, así lo entendió y —desde el famosísimo preludio del Acto I hasta los últimos acordes— ofreció una espléndida y equilibrada lectura de la partitura, permeada con una inquietante aura lúgubre que no abandonó en ningún momento la interpretación.

 

Para concluir, mención aparte merece la aclamadísima producción del director de escena alemán Willy Decker, estrenada en Salzburgo en el 2005 con una Traviata interpretada por Anna Netrebko y Rolando Villazón. En su propuesta, Decker opta por un escenario semicircular despojado de cualquier elemento ajeno a los protagonistas y donde los pocos elementos presentes tienen un claro simbolismo. Por ejemplo, el enorme reloj que marca inexorablemente la cuenta regresiva del poco tiempo de vida que le queda a Violetta Valéry, el ya clásico vestido rojo que simboliza el deseo que la joven despierta en los hombres, la inseparable camelia que representa la pureza inmarchitable de su amor (además de ser una clara referencia a la novela que sirvió de inspiración a Verdi) o la inquietante presencia de un misterioso personaje vestido de negro que la sigue a todas partes y que solo Violetta parece ver. Además, el espacio vacío delimitado por esa especie de muro altísimo y desnudo semeja una especie de celda donde el sufrimiento de Violetta es exhibido para el deleite y entretenimiento del coro, que se la pasa mirando con curiosidad desde arriba.

 

Al final, el público del MET reconoció con una prolongada ovación el espléndido resultado de semejante conjunción de talentos. De este lado, los espectadores del Auditorio Nacional abandonaban el recinto satisfechos. Amenazaba lluvia, pero el espectáculo realmente había valido la pena.

 

Giuseppe Verdi: Sempre libera (La traviata, Acto I) / Anna Netrebko (Violetta) y Rolando Villazón (Alfredo)

Jose Antonio Palafox
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