Balzac y los castrati: Sarrasine

por José Antonio Palafox Publicada en 1830, Sarrasine es una novela corta escrita por Honoré de Balzac como parte de ese ambicioso retrato de la […]

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación agosto 10, 2018

por José Antonio Palafox

Publicada en 1830, Sarrasine es una novela corta escrita por Honoré de Balzac como parte de ese ambicioso retrato de la sociedad francesa de su época que es La comedia humana.

La historia nos ubica en una velada en el palacio de la familia de Lanty. El narrador (de quien nunca se menciona el nombre) está intentando cortejar a madame Rochefide, una joven viuda que se muestra intrigada por la presencia de un siniestro anciano a quien todos los invitados, y los anfitriones, parecen temer. Aparentemente, la historia del anciano está íntimamente relacionada con un magnífico cuadro de Adonis que cuelga en la sala, y el narrador aprovecha la curiosidad expresada por madame Rochefide para proponerle un trato: él le contará la verdad sobre ese hombre a cambio de una cita amorosa. En vez de ofenderse, la mujer se deja arrastrar por la curiosidad y acepta. Comienza así la narración, que nos traslada a la Roma de finales del siglo XVIII y gira en torno a Ernest-Jean Sarrasine, un pasional escultor francés que, recién llegado a esta ciudad italiana, asiste a un espectáculo de música estelarizado por la bella y enigmática Zambinella, quien es la estrella operística del momento. Desde el primer momento en que Sarrasine escucha la etérea y cristalina voz de la cantante, cae perdidamente enamorado. Incapaz de dejar de escucharla, acude cada noche al teatro para, oculto detrás de las cortinas de su palco, idealizar a la que —cada vez más convencido— define como la mujer perfecta. Su delirio amoroso lo lleva a decidir inmortalizar la belleza de su amada en una estatua, y pronto tiene la oportunidad de acercarse a ella cuando coinciden en una fiesta. La cantante no parece totalmente indiferente a los avances del escultor, pero cuando Sarrasine intenta seducirla, se muestra evasiva y lo frena con misteriosos comentarios que lo único que consiguen es enardecer aún más la pasión del hombre. Loco de amor y de deseo, Sarrasine maquina un plan para secuestrarla. El lugar perfecto para hacerlo es una velada a la que ambos van a asistir. Sin embargo, cuando Sarrasine llega a la reunión, encuentra a la Zambinella vestida como hombre y acompañada por su mecenas, un poderoso cardenal de la Curia Romana. Y es ahí donde un influyente príncipe le revela al escultor el secreto de su amada: la Zambinella es en realidad un castrato. Sarrasine queda desconcertado, pero a pesar de la sospecha que empieza a crecer en su corazón, no da marcha atrás a su plan y secuestra a la cantante. Una vez en su estudio, ella le confirma la verdad: es un castrato. Fuera de sí, Sarrasine intenta asesinar a ese “monstruo” que ha matado para él (para Sarrasine) a todas las mujeres. Sin embargo, antes de que pueda lograrlo, la escolta del cardenal Cicognara irrumpe en el estudio y da muerte al escultor. Por su parte, el narrador pone fin a la historia revelando a madame Rochefide que el siniestro anciano es la Zambinella e informándole que los progresos de la civilización han hecho que ya no existan más de esas desgraciadas criaturas que fueron los castrati.

En 1589, el papa Sixto V había decidido tomarse al pie de la letra la frase de 1 Corintios 14:34, “la mujer debe guardar silencio en las reuniones de la iglesia”, por lo que las voces soprano de los coros eclesiásticos estaban a cargo de niños. Sin embargo, ¿qué sucedía cuando estos llegaban a la pubertad y sus voces empezaban a cambiar? ¿Había que volver a cambiar toda la planta de infantes cantores y asumir los gastos de enseñanza que esto implicaba? La solución más fácil era recurrir a los castrati. Desde tiempos inmemoriales se sabía que a un niño castrado no le cambia la voz porque sus cuerdas vocales crecen muy poco mientras que el pecho y el diafragma se desarrollan normalmente. Así, a partir de 1599, el Vaticano empezó a incluir oficialmente castrati en el coro pontificio. Gracias a la dulzura, claridad y flexibilidad de sus voces, los castrati no tardaron en alcanzar un reconocimiento poco común, y el gusto popular por ese tipo de voz hizo que los compositores de ópera empezaran a escribir papeles para ellos, al grado de que, para la segunda mitad del siglo XVII, una ópera en la que no hubiera al menos un papel protagónico cantado por un castrato de renombre estaba poco menos que condenada al fracaso. Castrati como Senesino, Pacchierotti, Farinelli y Caffarelli gozaron no solo de una fama parecida a la de las superestrellas de rock contemporáneas, sino también de una estabilidad económica que hacía parecer que bien valía la pena la mutilación física a que eran sometidos. Esto hizo que cientos de niños fueran castrados por sus padres con la esperanza de que alcanzaran el éxito y sacaran a sus familias de la pobreza. Sin embargo, para quienes sobrevivían a la operación, la extirpación de los testículos a temprana edad acarreaba problemas de salud, la posibilidad de una muerte prematura y alteraciones en el desarrollo corporal, como un desproporcionado alargamiento de brazos y piernas, carencia de masa muscular, osteoporosis y, debido al grave desequilibrio hormonal que implica la ausencia de testosterona, la presencia de una condición llamada ginecomastia que, a grandes rasgos, consiste en el desarrollo de tejido mamario real.

Aunque en la época en que Balzac escribió Sarrasine la castración de niños “en nombre del arte” ya estaba mal vista y faltaban pocos años para que su práctica se prohibiera terminantemente, es en este perturbador marco que se mueven los personajes de la novela, la cual es no solo el retrato de una pasión equívoca producto de la ambigüedad sexual de uno de los protagonistas (homosexualidad velada con una elegancia tan exquisita que parece prefigurar al Marcel Proust de En busca del tiempo perdido), sino un profundo análisis del sufrimiento como parte indisoluble de la creación artística. Sirviéndose del hábil entrelazamiento de una trama ficticia con una práctica y personajes reales (por ejemplo, el narrador comenta en un momento que el retrato de la Zambinella como Adonis sirvió de inspiración para el famoso cuadro El sueño de Endimión de Anne-Louis Girodet), el escritor retrata admirablemente la —por momentos insana— fascinación que ejerce la belleza “absoluta” en el ser humano a distintos niveles, y deja abierta la pregunta: ¿quién es el verdadero “monstruo”: el castrato que crea belleza a partir de la bárbara mutilación de que es objeto, o aquellos que para disfrutar de esa belleza son capaces de lastimar cruelmente a otros seres?

Georg Friedrich Händel: Lascia ch’io pianga (Rinaldo) / Fragmento de la película Farinelli (Gérard Corbiau, 1994)

Jose Antonio Palafox
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