Plácido encuentra a La Valquiria

Ebrio de sudor, exhausto, transfigurado, Plácido Domingo llegaba al camerino como si viniera de una experiencia lisérgica. Había navegado seis horas en las aguas wagnerianas, delimitando la […]

Por Música en México Última Modificación agosto 7, 2018

Ebrio de sudor, exhausto, transfigurado, Plácido Domingo llegaba al camerino como si viniera de una experiencia lisérgica. Había navegado seis horas en las aguas wagnerianas, delimitando la claridad de la niebla y expuesto al oleaje del público: clamores y protestas arreciaron en el trance de los saludos. Una división pasional que no tuvo condescendencia con el debutante,

Y debutante era Domingo pese a los 77 años y el aspecto patricio. Porque nunca había dirigido una ópera de Wagner antes. Y porque ha osado a hacerlo en el tribunal supremo de Wagner llevando un peldaño más lejos los hitos de una carrera inverosímil: “Esta ha sido la experiencia más extrema de mi vida”, explicaba a EL PAÍS. “No creo haberme desafiado tanto a mí mismo”. Ha cruzado el umbral de un viaje iniciático. Y por derecho y por tradición, la foto de Plácido Domingo quedará instalada desde este 1 de agosto de 2018 en la “galería de los criminales”, sobrenombre provocador del angosto corredor que identifica a la estirpe de los directores wagnerianos ungidos en el templo de Bayreuth. La primera imagen del pasadizo -20 metros de sugestión mitómana que comunica la cantina con el escenario- corresponde a Hans Richter, cuya batuta meció el primer Anillo del Nibelungo de la historia (1876). La última corresponde a Plácido Domingo, cuyo aspecto patriarcal se mimetiza con la fisonomía y la leyenda de sus predecesores: el carisma de Richard Strauss, la personalidad magnética de Knappertsbusch, el rictus funerario de Furrwängler, el vuelo apolíneo de Karajan, la insolencia de Barenboim, la clarividencia de Pierre Boulez, la arrogancia teutona de Christian Thielemann.

Domingo ha ingresado en la tabla redonda. Y lo ha hecho cabalgando en el reino de Wagner con el candor o la ingenuidad de un monaguillo. Es el primer director de orquesta español que oficia en Bayreuth, más allá del pasaporte diplomático de Barenboim. Y es el enésimo trabajo de Hércules que ejecuta Domingo, cuyos nervios de principiante no podía disimularlos mientras despachaba a los pies de la Colina Verde el menú frugal de un torero antes de hacer el paseíllo en Las Ventas: un consomé con tropezones, pollo a la plancha, cerveza sin alcohol.

Desde la izquierda, la soprano Catherine Foster, Plácido Domingo y una cantante del reparto de ‘La valquiria’, en una imagen de Twitter del tenor.

“Dirigir Wagner en Bayreuth es una sacudida emocional y psicológica”, nos explicaba al otro lado de la mesa. “Requiere toda la concentración y toda la lucidez. Es una música de belleza indescriptible. Te sientes transportado a otro mundo. Experimentas un estado de trance. Y tienes que estar muy atento para no terminar embriagado. Me parece muy hermoso que pueda tener emociones como ésta después de tantos años. Pero siempre he necesitado grandes estímulos”.

Lo dice su escudo de armas en el juego de las palabras y de los sonidos: If I rest, I rust (si descanso, me oxido). Domingo lleva seis meses con la partitura de La Valquiria en su regazo. La ha manoseado como si hacerlo le permitiera desentrañar el misterio. Le ha infundido respeto. Y ha procurado decodificarla “desde el lirismo y la intimidad”, nos explica. “La ópera tiene momentos muy grandilocuentes y espectaculares, pero yo le concedo más interés a los pasajes más contenidos, al fraseo, al color, buscando incluso las afinidades verdianas”.

Seis horas en el foso, 45 grados de temperatura. Domingo ha experimentado el magma del volcán. Ha sentido la combustión, el “abismo místico” del que hablaba Nietzsche. Y no es una metáfora. De otro modo, la producción depresivo-proletaria-distópica de Frank Castorf no hubiera recreado la estética de un pozo petrolífero que lleva a la incandescencia la partitura. Y que sorprende a Domingo con la batuta transformada en antorcha o en maquinista de la General.

“Dirigir aquí es muy complejo por los misterios acústicos. El foso está cubierto y a veces no escuchas a los cantantes. Hay que calcular el tiempo de resonancia, medir la intensidad. Y dotar de sentido al término anglosajón de “conductor¨. Aquí realmente eres un conductor. No puedes ni debes seguir a nadie, te deben seguir a ti como el maquinista de un tren que no se para hasta el final. Sientes la responsabilidad de establecer un criterio entre un millón de notas”.

Cree haberlas contado Domingo. Y le ha tranquilizado compartir la experiencia con un reparto de extraordinaria afinidad wagneriana (Stephen Gould, Anja Kampe, John Lungren, Marina Prudenskaya). Ya había cantado Domingo La Valquiria en Bayreuth (2000), pero su regreso como director de orquesta 18 años después y como epígono en la “galería de los criminales” implica la conquista de un horizonte al que no pone límites. “Lo mejor que puedo decir de esta experiencia tan extrema es que me gustaría regresar a Bayreuth. Este es un lugar mágico, místico. Se siente la tradición, la historia. Y se produce en ese misterioso foso un sonido de una belleza y de una hondura indescriptibles”.

Domingo también es historia. Su foto será colgada en el altar. Ha dedicado tiempo a observar a sus compañeros de viaje. Y ha descubierto que cantó para 26 de ellos. Böhm, Barenboim, Karajan, Carlos Kleiber, incluso James Levine, cuya imagen está colgada en el restaurante italiano donde hemos compartido mesa. Es el verano de 1992. Y aparece junto al maestro estadounidense un tenor de pelo oscuro y carisma imponente. Se llama Plácido Domingo. Está a punto de estrenarse Parsifal y de ofrecérsele el Grial wagneriano.

Entre la alquimia y la cabalística, se da la circunstancia de que el debut de Plácido Domingo como director wagneriano se produce medio siglo después de su debut como tenor en el repertorio del compositor germano. Sucedió en Hamburgo (1968). Y la ópera consistió en un montaje de Lohengrin cuya dramaturgia la firmaba el nietísimo Wieland Wagner.

Quedaban así establecidas las relaciones bilaterales, pero tardaron en prolongarse, pues no fue hasta 1991 cuando Domingo se atrevió con una de las óperas supremas del repertorio: Parsifal. Lo hizo en el Metropolitan de Nueva York y le sirvió de experiencia para presentarse con ella en el Festival de Bayreuth un año después. Se sometía Domingo al veredicto del público más erudito. Y se encontró con una sorpresa insólita en la historia del templo wagneriano: lo aplaudieron nada más aparecer en escena… Quedaba así reconocida una relación de altibajos, toda vez que el cantante madrileño compareció con La Valquiria en 2000 y no ha vuelto, ya como director, hasta 2018. No significa todo ello que Domingo se distanciara de Wagner. La prueba está en que decidió llevar al disco Tristán e Isolda con las huestes del Covent Garden y la batuta de Antonio Pappano. Ha sido su única incursión en el papel mortífero. Y nunca lo ha llevado a escena.

Fuente: Rubén Amón, en El País Cultura

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