Romper el silencio: los primeros cantos cristianos.

Por Francesco Milella No hay nada más emocionante, al descubrir la historia de la cultura, que volver al origen de todo, a ese momento perdido […]

Por Francesco Milella Última Modificación marzo 18, 2019

Por Francesco Milella

No hay nada más emocionante, al descubrir la historia de la cultura, que volver al origen de todo, a ese momento perdido en un pasado sin tiempo y sin espacio en donde todo, mágicamente, comenzó. Para nosotros que andamos persiguiendo las huellas de la música desde sus orígenes más antiguas, ese momento parece cobrar vida en una fase específica de nuestro pasado: la caída del Imperio Romano, periodo trágico de nuestra historia que marcó el doloroso inicio de nuestra modernidad tradicionalmente colocado en el año 476 d. C, cuando el último emperador romano, llamado irónicamente Rómulo Augusto (cuyo primer nombre  se debe al legendario fundador de la ciudad junto a su gemelo Remo, ambos criados por una loba; el segundo, al primer emperador y fundador del Imperio Romano) fue destituido por el general bárbaro Odoacres.

Esa fecha, en realidad, es solo un momento, breve y emblemático, de una larga fase de transición que, lentamente, fue marcando el fin del mundo antiguo y el inicio de la modernidad, nuestra modernidad: tres siglos, quizás cuatro o aún más (la incertidumbre sigue dominando), en donde la antiguedad tanto griega como romana se fueron mezclando con la nueva cultura cristiana procedente de Oriente en un intenso, sorprendente y constrastante diálogo cultural. A partir del II siglo d. C. hechos, lenguajes, ideas y espacios  se pierden en una transición nebulosa, difícil (y por lo tanto entusiasmante) de analizar: templos griegos mantienen su estructura transformándose en iglesias; teorías de la filosofía clásica, sin perder sus etiquetas, entran en las primeras liturgias cristianas alterando su ritualidad; antiguas palabras judías se mezclan con las griegas para terminar en Roma y adquirir un nuevo significado. Todo parece vivir un hibridismo fascinante.

En esta transición, la música sigue un camino que merece recorrer. Debilitada por la superficialidad de los últimos romanos, la música había comenzado a abandonar los espacios que un tiempo caracterizaban la vida social y política del Imperio mucho antes de su caída, para cobrar nueva vida en las primeras comunidades de cristianos (I-II siglo d.C.). Frente a las violentas persecuciones de los emperadores, de Nerón en adelante, el canto de los primeros cristianos comenzó a transformarse en un elemento esencial de las primeras misas, un arma poderosa para luchar y seguir creciendo, para expandir sus comunidades más allá de Roma, más alla del latín.

Estos primeros testigos de música cristiana consistían en cantos sencillos, monódicos, con fuertes influencias orientales (el canto “Alleluja” es ejemplar), ejecutados con la simple y revolucionaria intención de aumentar la fuerza expresiva de sus primeras oraciones en los espacios más escondidos de las grandes ciudades. La estructura, marcada por una rígida ritualidad, constistía casi siempre en un diálogo (el canto “Kyrie Eleison” es un ejemplo interesantísimo) entre el coro de la comunidad (más comunemente conocida como ekklesia) y el padre espiritual de dicha comunidad (el que pronto sería llamado obisbo). Con el Edicto de Milán en 313 d.C, con el cual se marcaba el fin de las persecuciones en contra de los cristianos, y, años después, con el Edicto de Tesalónica en 380 d.C, que convertía el Cristianismo en la religión oficial del Imperio, los creyentes y, con ellos, sus cantos, finalmente podían salir de las catacumbas en donde por siglos se habían reunido para escapar de la violencia de los romanos. Finalmente podían ser aceptados y desarrollarse de forma más rápida y orgánica.

Con la caída del Imperio la música entró en un momentáneo silencio, aturdida, como todas las artes, por la ruidosa caída de Roma. Transcurrieron pocos años antes de que la nueva, frágil sociedad, ahora controlada por los bárbaros, volviera a organizarse nuevamente: nuevas iglesias, más numerosas, más grandes, y nuevos monasterios fueron llenando la geografía de una Europa todavía asustada por un futuro incierto e inseguro. En estos espacios, tímida y silenciosamente, iniciaron a dialogar nuevas formas y nuevas culturas heredadas tanto de las culturas bárbaras, más cultas de lo que solemos pensar, como de las nuevas regiones que la civilización cristiana estaba lentamente convirtiendo a su fe: Egipto, Medio Oriente, Irlanda, España, Africa del Norte, entre otros.

Por un lado, el desarrollo de una nueva Europa, de nuevos reinos y nuevas geografías, por el otro, el nacimiento de una nueva cultura, totalmente cristiana, capaz de uniformar bajo su mensaje de fe todas las artes. En breve tiempo la música, olvidando todo su pasado clásico, pagano y, por lo tanto, pecador, adquiriría un valor fundamental como instrumento de elevación espiritual, como arma de control político y como embajadora universal de la fe cristiana: que empiece la Edad Media.

Haec dies, quam fecit Dominus (Roma siglo V)

Kyrie Eleison (Roma, siglo VI-VII)

Alleluja (Roma, siglo VIII)

Francesco Milella
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