La síntesis de Gluck

Por Francesco Milella A principios de la segunda mitad del siglo XVIII (1750-1760), el panorama musical europeo consistía en una pluralidad de voces, experiencias y […]

Por Francesco Milella En septiembre 15, 2019

Por Francesco Milella

A principios de la segunda mitad del siglo XVIII (1750-1760), el panorama musical europeo consistía en una pluralidad de voces, experiencias y tiempos: en Italia, a pesar de las experiencias operísticas de Jomelli y Traetta, y sus esfuerzos para superar las extravagancias del barroco, el modelo operístico metastasiano, con su rígida alternancia de arias y recitativos y su belcanto extremo e inexpresivo, seguía siendo dominante. La música instrumental, al contrario, entró en una fase de profunda transformación: los esquemas barrocos dejaron su lugar a un lenguaje más transparente, sencillo e inmediato que conocimos con el adjetivo de galante a través de las sonatas y de la nueva forma de la sinfonía. Del otro lado de los Alpes, en Francia, la tradición de Lully y de la tragédie lyrique seguía manteniéndose en vida gracias a la actividad de Jean-Philippe Rameau (su última ópera, Les Boréades, se presentó en 1763), mientras que las regiones del centro de Europa, Alemania, Bohemia y el imperio Habsburgo, trataban de buscar su propio camino entre estas tradiciones (italiana y francesa) explorando el potencial sinfónico de la música instrumental. La transición del barroco al clasicismo, impulsada por las reformas ilustradas de las grandes monarquías, fue todo menos que un proceso linear y homogéneo a nivel europeo: el clasicismo de Johann Christian Bach coexistió con las danzas francesas de Rameau, y las sinfonías de Stamitz con óperas en puro estilo metastasiano.

Frente a este panorama tan irregular e inestable nos resulta difícil imaginar el nacimiento triunfal de una época musical tan estable y estructurada como el clasicismo de Haydn y Mozart: hace falta una pieza clave de nuestra historia, una pieza que pueda reunir y ordenar todos estos impulsos y estímulos musicales tan diferentes para nivelar el terreno, estabilizarlo y permitir la construcción de nuevas ideas. Esta pieza responde al nombre de Christoph Willibald Gluck (1714 – 1787). Nacido en Alemania, en el pequeño pueblo de Erasbach, Gluck abandonó rápidamente su identidad germánica para transformarse en un verdadero hombre europeo: desde muy joven, todavía adolescente, se trasladó a Praga y de ahí, en 1737, a Milán donde estudió nada más y nada menos que con Giovanni Battista Sammartini. A pesar de sus estudios en la música instrumental, en Italia (Venecia, Bolonia, Turín y, obviamente, Nápoles), Gluck se dedicó principalmente a la composición de afortunadas óperas al estilo metastasiano hasta 1745, cuando decidió mudarse a Londres. Su estancia en la capital británica fue breve pero suficiente para conocer a Handel y aprender de él los secretos de su grandiosa sencillez teatral, a pesar del poco interés que demostrara el viejo Maestro (ese joven “conocía el contrapunto como su cocinero”, llegó a decir en una ocasión). 

En 1752 Gluck llega Viena, la capital del Imperio, donde es nombrado Kapellmeister de una importante orquesta privada donde colabora con el rico, brillante y poderoso conde italiano Giacomo Durazzo, cabeza de toda la vida musical vienesa. El contacto con Durazzo y sus ideas ilustradas y reformadoras  lo acercan por primera vez al mundo francés y a la idea de un compromiso operístico entre Francia e Italia, idea que Gluck desarrollará de forma más concreta pocos años después, a principios de la década de los 60’, con Ranieri de Calzabigi (1714 – 1795), intelectual y libretista italiano. Bajo la supervisión de Durazzo, Gluck transforma el mundo de la ópera (Orfeo ed Euridice de 1762 marca el inicio de la reforma): desaparece el virtuosismo del bel canto italiano y la artificial alternancia aria-recitativo para construir una ópera más natural (la Ilustración estaba más presente que nunca), más atenta a la palabra y a la expresión de las emociones con una orquestación más variada (la experiencia milanesa con Sammartini había sido fundamental) y matizada. Después de Viena, Gluck se traslada a París para componer ocho tragédies (cuatro fueron reelaboraciones de viejas óperas) con éxitos distintos. En 1786 regresa a Viena donde muere un año después. 

Esta compleja, larga y aventurosa trayectoria artística es el retrato de un músico extraordinario, internacional, sin fronteras, que absorbe todos los estímulos de las grandes personalidades que conoce por toda Europa (Hasse en Praga, Sammartini y Metastasio en Italia, Handel en Londres, Durazzo en Viena). De ellos Gluck aprende y escucha cada palabra, cada nota, para construir un lenguaje nuevo, sobre todo a partir de la reforma operística con Calzabigi. Gluck vive una Europa entre dos épocas, el barroco y el clasicismo, y de ambas recupera elementos e ingredientes para revolucionar la música y empujarla definitivamente hacia nuevos territorios. Más allá de la innegable calidad de su música (las tres óperas compuestas con Calzabigi, Orfeo ed Euridice, Paride ed Elena y Alceste, son verdaderas obras maestras), la capacidad de síntesis y de innovación le permitieron canalizar todas las voces de la Europa tardo barroca en un único sendero, el mismo sobre el que pronto caminarían Haydn y Mozart: el clasicismo vienés.   

Clemenza di Tito (Nápoles 1752)

https://www.youtube.com/watch?v=-xIxpAbuUn0 (Acto I)

https://www.youtube.com/watch?v=l3JKV-6nqu4 (Acto II)

Orfeo ed Euridice (Viena 1762, Paris 1764)

Iphigénie en Tauride (Paris 1779) 

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