Roma: barroco y religión

Por Francesco Milella Si tuviéramos que imaginar la ciudad opuesta a Venecia en la Italia de la época barroca, nuestra atención caería necesariamente en Roma: […]

Por Francesco Milella En febrero 23, 2019

Por Francesco Milella

Si tuviéramos que imaginar la ciudad opuesta a Venecia en la Italia de la época barroca, nuestra atención caería necesariamente en Roma: si por un lado, a las orillas del Adriático, observamos una república abierta y laica, cuya música se desarrolló como placer social y terrenal tanto en el repertorio vocal como en el instrumental, por el otro lado (incluso geográfico, nos movemos ahora hacia las costas del Tirreno), encontramos una ciudad cuyas políticas culturales y musicales se apoyaron sobre principios y políticas religiosas y espirituales, sin admitir alternativas.

Los rígidos años de la Contrarreforma, con sus glorias artísticas y sus violencias inquisitorias, consolidaron la imagen de Roma como centro y motor de la fe católica, tanto en lo político como en lo cultural. Papas y arzobispos abrieron las puertas a los mejores artistas del momento para embellecer sus mansiones y las calles de la ciudad ocultando gustos y placeres terrenos con ideales religiosos: Roma era la representante terrena de la Ciudad de Dios y, como tal, debía de triunfar por su majestuosidad y belleza. Junto a las otras artes, la música contribuyó de manera determinante en este proceso de transformación cultural. Músicos como Giovanni Pierluigi da Palestrina, Luca Marenzio y Gregorio Allegri fueron figuras claves en la construcción de un lenguaje musical que apoyara las políticas religiosas y culturales de la Iglesia. Y, como tal, la música entró en la etapa barroca, demostrando nuevamente su impecable equilibrio entre ortodoxia espiritual, respeto de las tradiciones y apertura a nuevas formas y nuevos lenguajes.

La forma musical más representativa del barroco musical romano es el Oratorio. Su origen nos lleva a los últimos años del siglo XVI cuando el presbítero Filippo Neri (1515-1595) dio vida a pequeños encuentros espirituales para leer y comentar textos de la Biblia con el acompañamiento de laudi y oraciones. Con su muerte, sus discípulos continuaron estas tradiciones oratorias formando, en 1575, su propia orden espiritual. Los encuentros “oratoriales” siguieron vivos dando cada vez más espacios al elemento musical. En pocos años este fue tomando una posición cada vez más relevante hasta llegar a identificar el Oratorio como el conjunto de elementos musicales que acompañaban las reuniones.

 

Filippo Neri

A mediados del siglo XV el Oratorio había alcanzado una forma muy parecida a la que hoy conocemos, es decir: una representación en forma de concierto de hechos bíblicos a través de arias, coros y recitativos. Protagonista era casi siempre un narrador exterior que contaba la historia representada (sin escenas) por los distintos personajes de la historia. Con esta estructura, el Oratorio fue lentamente absorbiendo formas y lenguajes musicales de las óperas sin caer en la “vulgaridad profana” ni en la “suntuosidad pecaminosa” de la ópera misma y, sobre todo, sin perder su valor espiritual y pedagógico que tanta importancia tenía para las élites de la curia romana.

El éxito del Oratorio fue atrayendo a Roma a diversos compositores italianos, comenzando por Emilio de’ Cavalieri (1550-1602): su Rappresentatione di Anima et di Corpo (1600) representó también un momento fundamental en el nacimiento de la que pronto sería la primera ópera moderna: L’Orfeo di Monteverdi. Otro representante fundamental de esta primera etapa barroca fue Stefano Landi (1587-1639), cuyo drama musical más reconocido, Il Sant’Alessio, fue representado en el Palacio Barberini Roma con el libreto de Guilio Rospigliosi (el futuro Papa Clemente IX). Pero el nombre más reconocido y revolucionario fue, sin lugar a duda, el de Giacomo Carissimi (1605-1674): sus más de veinte oratorios (en italiano y en latín) fueron representados en Roma con enorme éxito dejando un modelo fundamental no solamente para sus alumnos Alessandro Scarlatti y el francés Marc-Antoine Charpentier, sino para todas las generaciones futuras de compositores europeos. Al oratorio se acercaron como intérpretes y compositores también Arcangelo Corelli (1653-1713) y Alessandro Scarlatti (1660-1725), formando parte de la prestigiosa Accademia dell’Arcadia, fundada a partir de la muerte de Cristina de Suecia (1626-1689) quien, tras haber abdicado como reina de Suecia, se refugió en Roma financiando proyectos culturales y reuniendo a su alrededor finísimos artistas y músicos.

 

Giacomo Carissimi: Oratorio Jephte


Stefano Landi: Dramma Musicale Il Sant’Alessio

Pero Cristina de Suecia fue, en realidad, solo una de las tantas figuras extranjeras que dejaron su huella en la ciudad de Roma y en su música. Georg Friedrich Handel (1685-1759) vivió en Roma de 1707 a 1709 trabajando de cerca con los músicos de la Accademia dell’Arcadia y con el mismo Arcangelo Corelli. Su actividad como compositor lo llevó a presentar dos oratorios (Il trionfo del Tempo e del Disinganno, 1707, y La Resurrezione, 1708), más una larga serie de obras religiosas. Y a Roma llegará, años después, también Wolfgang Amadeus Mozart. A pesar de su joven edad (era el año 1769), para Mozart fue una experiencia determinante. Vivió lo que todos los grandes compositores antes de él admiraron: el inédito equilibrio entre la permanencia y la frescura del repertorio renacentista (memorable, aunque no acertada, es la anécdota del Miserere de Gregorio Allegri que Mozart pudo transcribir de memoria de regreso a su cuarto) y las nuevas modas musicales a las que Roma no había dejado de abrirse, todo envuelto en la majestuosidad de los espacios romanos. No había duda: el Barroco estaba por llegar a su fin, pero Roma seguía siendo el centro de la tradición espiritual, metáfora terrena de la eternidad.

 

Georg Friedrich Handel: Oratorio La Resurrezione

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