Rossini en el México independiente

Por Francesco Milella Música en México sigue celebrando los ciento cincuenta años de la muerte de Gioachino Rossini (13 de noviembre de 1868) con un […]

Por Francesco Milella En noviembre 28, 2018

Por Francesco Milella

Música en México sigue celebrando los ciento cincuenta años de la muerte de Gioachino Rossini (13 de noviembre de 1868) con un nuevo ciclo musical. Después de haber recorrido las etapas más relevantes y bellas de su intensa trayectoria musical, a partir de hoy, y por algunas semanas, descubriremos juntos la maravillosa relación que nuestro México quiso y supo mantener con Gioachino Rossini y su universo musical. Conoceremos los protagonistas, las obras y las ideas que animaron esta intensa relación desde los años de la independencia hasta las glorias de las voces mexicanas que, con las óperas de Rossini, han conquistado y siguen conquistando los grandes teatros del mundo. En estos términos, lo que se nos presenta podría parecer una cronología, o incluso una simple y aburrida lista de nombres y personajes que, desde 1823, fueron trayendo y difundiendo el nombre y la música de Rossini. Pero no será así: la relación que México supo entrelazar con el bel canto rossiniano a menudo superó las fronteras de los teatros para adquirir un significado cultural, político y, desde luego, social que, año tras año, fue transformando la identidad nacional de nuestro país. Y como tal la iremos descubriendo, capítulo por capítulo.

A pesar de ciertas incertidumbres, gracias a la extraordinaria labor de José Octavio Sosa (La Ópera en México de la Independencia a la Revolución, Conaculta 2010), conocemos hoy el año que marca oficialmente la llegada de la música de Rossini a México. El 10 de septiembre de 1823, dos años después del Plan de Iguala, la compañía operística de Luciano Cortés y Victorio Rocamora pone en escena El Barbero de Sevilla, dando así inicio a una larga década de representaciones operísticas enteramente protagonizada por Gioachino Rossini y sus óperas bufas y serias: Elisabetta Regina d’Inghilterra, L’Italiana in Algeri, La Gazza Ladra y Tancredi.

En 1826, la llegada del gran Manuel García (1775-1832), tenor y compositor español, amigo de Rossini y primer interprete de algunas de sus óperas más exitosas, parece dar nueva energía a la vida teatral de la capital mexicana. Pero las esperanzas del público y de los liberales mexicanos desaparecieron: en poco tiempo García, invitado en calidad de voz rossiniana, terminó por dar la precedencia a sus propias composiciones. Sus tonadillas y sus zarzuelas, demasiado coloniales y muy poco rossinianas, terminaron por complicar la relación entre el tenor español y el público local. García terminó huyendo de México en 1829.

México quería a Rossini y bien lo sabían las autoridades del gobierno. A partir de la presidencia de Anastasio Bustamante, nuevas voces y nuevas compañías desembarcaron en México, trayendo consigo el mejor repertorio italiano de la época y a renombrados cantantes. Entre ellos, cabe citar a Filippo Galli (1783-1853), glorioso bajo italiano, elegido por el mismo Rossini como intérprete ideal de muchos de sus personajes serios y bufos.

Galli, expresamente invitado por el gobierno mexicano a través de su emisario Cayetano Paris, se quedó en México de 1831 a 1838 interpretando, con rotundos éxitos, todas las grandes óperas de Rossini: Maometto II, Semiramide, La Pietra del Paragone, Ricciardo e Zoraide, Torvaldo e Dorliska y La Cenerentola, entre otras. Para la Ciudad de México la presencia de Filippo Galli representó el auge de una fiebre operística que en Rossini había encontrado su máximo representante. En 1838, con el regreso de Galli a su patria italiana, Rossini fue lentamente desapareciendo de los escenarios mexicanos para dejar el lugar a las nuevas óperas de los jóvenes Bellini, Donizetti y, más tarde, de Giuseppe Verdi.

Esta primera etapa (1823-1838) constituye probablemente el momento más intenso en la relación entre México y Rossini. Después de la independencia, México se encontraba en la necesidad de construir una nueva identidad que, por un lado, le permitiera superar definitivamente el pasado español y colonial, y, por el otro, abriera las puertas de una modernidad que replicara los valores de las naciones liberales y posrevolucionarias de Europa, Francia e Inglaterra antes que todas. Rossini, que a partir del Congreso de Viena y del ocaso de Napoleón, se había transformado en el ídolo de esa Europa postrevolucionaria, representaba esta doble posibilidad: su música era uno de los embajadores ideales para importar a toda América Latina y, obviamente, a México, esa nueva modernidad. En México, más que en otras realidades cercanas, Rossini logró transformarse en una verdadera obsesión para los mexicanos: no había casa en donde no se tocara una composición del «gran Rossini», su vida era un tema de chisme social e incluso en la intimidad de la vida privada no era difícil encontrar neceseres «de mujer» (El Sol, 20 agosto 1830) con el rostro o algunas notas de Rossini amablemente dibujadas. Para el México independiente él era el «ídolo del mundo músico» (El Registro Oficial del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, 9 junio 1830): por casi veinte años su música fue una de las más fascinantes metáforas que el nuevo México buscó y construyó para nacer como nación moderna y entregar a la historia su pasado colonial. Con la partida de Filippo Galli en 1838, su música desapareció por unos años para regresar en 1854 con la célebre Henriette Sontag, gran soprano e íntima amiga de Beethoven y von Weber: con la crisis de Santa Anna y el inicio de las grandes reformas políticas y constitucionales, Gioachino Rossini volverá nuevamente a México para difundir, ante nuevas instituciones y nuevas estructuras sociales, su inagotable viento de modernidad y placer.

 

El Barbero de Sevilla

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