El tenor peruano regresa a Madrid para impartir su magisterio ‘belcantista’ en un recital en el Auditorio Nacional
Desde que cantó por primera vez en Madrid creó multitud de adeptos. Y eso que un contratiempo en la garganta casi arruina su recital hace 18 años. Pero sedujo, como en el resto del mundo. Juan Diego Flórez (Lima, 47 años) ha resucitado una línea de canto que se creía extinguida con Alfredo Kraus. La ha colocado en el centro de la ópera mundial como algo no solo posible, sino con mucho recorrido. El belcanto entendido como perfume y malabarismo, algo casi dedicado a aficionados gourmets, sigue vivo con él. Pero en estos tiempos de incertidumbre el público necesita comprobarlo en vivo, mañana en el Auditorio Nacional con un recital organizado por Juventudes Musicales.
“La vida y la cultura tienen que seguir si todos nos cuidamos y cumplimos las normas”, dice Flórez por teléfono desde Viena, donde reside. “Aunque a mí, lo que me gusta es morir cantando en escena”. Tal es el arrobo que le produce, por ejemplo, su dominio del joven Werther, el símbolo del romanticismo creado por Goethe, al que puso música Jules Massenet. Es el que más alegrías le estaba dando —junto al protagonista de Los cuentos de Hoffmann (Offenbach)— antes de que asolara la pandemia. Sin que ninguno de los dos haya provocado que abandone su base belcantista con Rossini, Bellini y Donizetti, el trío de compositores que más gloria le ha proporcionado.
En Madrid cantará arias de belcanto, pero también a Verdi, Puccini y algunas piezas de Strauss. Un recital así hubiera sido impensable por parte de Flórez hace 10 años. Daba pasos medidos pero firmes, incorporaba pocos cambios a la línea de principios del XIX italiana que le estaba reservada para sus mayores triunfos. Pero Flórez, con tino y cabeza, ha impartido en la última década una lección de cómo adaptar su voz a las mejores cartas. Lo dijo Pavarotti cuando le escuchó por primera vez y lo designó sucesor. Con una condición: tendrá que afrontar el gran repertorio. Y lo ha hecho sin quemarse. Adaptando sus capacidades a lo que convenía y no al revés: “Lo principal es no empujar la voz, no sentir que estás en desventaja y te ves obligado a gritar. Debes tener presente siempre que lo más importante es cantar con gusto”.
Desde 2011 se metió en el repertorio francés: “Me toca debutar el Fausto [de Gounod] en abril en Viena, como nuevo paso”. También se ha atrevido con algún verdi, incluso La Bohème, de Puccini, en la que se siente cómodo. Entre sus sueños: “La flauta mágica, de Mozart”. No fuerza, tampoco desea acaparar. Prefiere dejarse querer. Sabe que racionando sus apariciones multiplica el deseo de ser escuchado. Poco a poco, desde que debutara en Pesaro en 1996, ha construido un halo de exclusividad como capricho para sus fieles que lo engrandece.
Pero sin dejar de comprometerse con fines importantes, como su iniciativa Sinfonía por el Perú. Lleva tiempo sin ir a Lima, la ciudad donde creció sorteando la necesidad. Sin embargo, el proyecto de llevar música a los barrios deprimidos, crear orquestas y hacer brotar talentos de la falta de recursos le ocupa buena parte de su tiempo y energía. “Una de las mejores cosas que me han ocurrido estos meses es ver en el muro que han plantado en Lima con los deseos de la gente como un niño escribía: “Volver a Sinfonía por el Perú”. La covid-19 suspendió las actividades, y precisamente la falta de ellas ha hecho a los chicos valorarlas más”, comenta. Regresará en seis meses. Justo para preparar una gira mundial con ellos que comenzará el próximo verano en Salzburgo y recalará también en España.
Fuente: Jesús Ruiz Mantilla para El País
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