Ginastera a través de sus óperas

A cien años de su nacimiento, Alberto Ginastera será el centro de merecidos homenajes, y no sólo en su Argentina natal.

Ginastera
Por Música en México Última Modificación junio 3, 2020

Por Gustavo Fernández Walker

A cien años de su nacimiento (NdE: esta nota se escribió originalmente para la revista N°4 de MusicaClasicaBA – Junio 2016), Alberto Ginastera será el centro de merecidos homenajes, y no sólo en su Argentina natal. Conciertos en Nueva York, Berlín, Karlsruhe, Londres, París y Katowice (por nombrar sólo algunas ciudades), más una nueva producción de Bomarzo que se estrenará en Madrid el año próximo y que seguirá luego en otros teatros de Europa y América, dan cuenta de la actualidad de su música, desde piezas celebradísimas como el Primer concierto para piano o las danzas del ballet Estancia, hasta obras de gran aliento, geniales pero rara vez interpretadas, como el oratorio Turbae o su opus póstumo Popol Vuh.

Y sin embargo, a pesar de la extensa producción de Ginastera, de su riquísima obra para orquesta, de su música de cámara o sus piezas concertantes, no es descabellado intentar un abordaje de su figura a partir de un género al que se consagró plenamente en su periodo de madurez creativa: la ópera. Y no sólo a causa de los tres títulos que Ginastera legó al repertorio lírico. En cierto modo, si se considera la obra del compositor argentino en comparación con la de sus contemporáneos Benjamin Britten o Hans Werner Henze, tres óperas parecen pocas. Pero si se tienen en cuenta las grandes dimensiones de las óperas de Ginastera (no tanto por su extensión, sino por las fuerzas vocales y orquestales que demandan), su intensidad dramática y musical, tres óperas constituyen un corpus más que considerable. Y especialmente cuando se lo produce en una época (los años 60 y los primeros años de la década siguiente) en la que las preocupaciones de los compositores no pasaban precisamente por la producción de grandes títulos para los teatros líricos. Por caso, la célebre boutade de Pierre Boulez llamando a demoler la Ópera de París fue lanzada el mismo año en que Ginastera estrenaba su Bomarzo en Washington.

En rigor, el principal argumento para considerar especialmente (al menos en estas páginas) a Ginastera como un compositor de ópera es relativamente simple de justificar, aunque fue algo nada fácil de conseguir: sus tres óperas fueron recibidas con un enorme éxito, y todavía hoy, más allá de homenajes y celebraciones, mantienen merecidamente su lugar en el repertorio.

“Concibo al teatro lírico contemporáneo como un teatro de acción, en el cual intervienen en cantidad apreciable elementos superrealistas o expresionistas; en el cual los caracteres dramáticos aparecen perfectamente definidos y las pasiones chocan con violencia; en el que los sentimientos privan sobre los razonamientos y el mundo onírico sobre el real.” Así resumía Alberto Ginastera su visión sobre el género lírico en 1970, en una conversación con Pola Suárez Urtubey para el diario La Nación. Por entonces, el compositor argentino había estrenado ya dos títulos, Don Rodrigo (1964) y Bomarzo (1967), y planeaba un tercero, Beatrix Cenci (1971). En todos ellos, el credo ginasteriano se cumple al pie de la letra: se trata, sin excepción, de historias alucinadas, dominadas por las obsesiones de sus protagonistas, por la violencia política y sexual que ejercen sobre sus víctimas.

Las campanas de Don Rodrigo

La primera ópera de Ginastera resultó de un encargo de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Con libreto de Alejandro Casona, Don Rodrigo se estrenó en el Teatro Colón en 1964. Dos años más tarde, su estreno norteamericano en la New York City Opera significó el triunfo internacional no sólo del compositor, sino también de un joven Plácido Domingo que tuvo a su cargo el papel protagónico.

La historia se centra en el rey visigodo cuya derrota en la batalla de Guadalete marcó el inicio del dominio musulmán en la península ibérica. El personaje de Don Rodrigo no era novedoso en el mundo de la ópera: Rodrigo ovvero Vincer se stesso è la maggior vittoria (1707) fue la primera ópera estrenada por Georg Frideric Händel en Italia, en el Teatro Civico Accademico de Florencia. Pero allí donde el libretista anónimo de Händel se entregaba a las habituales intrigas, amores contrariados, lealtades y traiciones de la ópera seria del siglo XVIII, Casona y Ginastera elaboraron un cuidadoso entramado de escenas de gran poder dramático.

Ello no implica, desde ya, que Don Rodrigo no mire, a su vez, a la propia tradición del género. Por lo pronto, uno podría imaginar una cierta evocación verdiana en la elección de un tema español, en la confluencia de tragedias políticas y personales, en el triángulo central conformado por un noble que abusa de la hija de uno de sus súbditos, del relato de la hija que mueve a su padre a llevar adelante la venganza. No falta incluso una maldición que, expresada en el primer acto, encuentra su desenlace fatal en el tercero. La presencia de Plácido Domingo en el estreno norteamericano invitó también a trazar paralelismos entre la entrada triunfal del rey Rodrigo al comienzo de la ópera y el fulminante “Esultate!” del Otello de Verdi, así como la atmósfera mística de la última escena evoca el trágico final de La forza del destino.

Pero todas estas son referencias en cierto modo superficiales. Estructuralmente, el modelo para Don Rodrigo (y también para los otros títulos de Ginastera) es claramente Wozzeck. La ópera de Alban Berg fue para muchos compositores el mayor ejemplo de cómo conciliar los requisitos líricos de un drama musical con una escritura de vanguardia. Pero no sólo por eso: los tres actos de Wozzeck están estructurados a partir de una forma específica, dentro de la cual las propias escenas están, a la vez, contruidas a partir de formas clásicas (rapsodia, suite, passacaglia, invención, fuga, entre otras) unidas por interludios. A partir de ese modelo, Ginastera elabora su propio diseño formal para Don Rodrigo: tres actos de tres escenas cada uno, en los que la simetría interna de cada acto se ve reproducida en la simetría del conjunto. Así, las nueve escenas de la ópera pueden analizarse “en espejo” (la primera con la novena, la segunda con la octava, etc.), de modo tal que la quinta funciona como centro y núcleo de la obra. Esa escena central del segundo acto, en la que el modelo de Tristán e Isolda suele ubicar el dúo nocturno de los amantes, es aquí ocupada por la violación de Florinda a manos de Rodrigo, que marca el quiebre dramático de la obra.

No es esa, sin embargo, la única escena destacable, por su intensidad, en Don Rodrigo. En ese juego de espejos que propone la estructura de la obra, son igualmente reveladoras las escenas tres y siete, “La maldición” y “El sueño”, respectivamente. En la primera, Rodrigo desciende a la cripta de la Cueva de Hércules, en la que se encuentra un antiguo cofre que custodia un secreto. Cada rey de España agrega un candado al cofre, pero Rodrigo desea, en cambio, abrirlo y conocer su contenido. Encuentra una extraña bandera verde con una medialuna roja, y un pergamino escrito en árabe que anuncia que aquél que abrió el cofre será el último rey de España. La escena séptima, con la que inicia el último acto, encuentra a un Rodrigo afiebrado en su lecho. Lo atormentan las voces que le recuerdan la maldición e imagina una batalla en la que acabará derrotado. Ginastera funde entonces esa visión de Rodrigo con las escenas siguientes, en las que presenciamos cómo esos sueños premonitorios se hacen realidad. Don Julián recibió una carta de su hija en la que relata cómo fue ultrajada por Rodrigo y decide marchar a España junto al ejército musulmán para derrocarlo. En la última escena, vemos a un Rodrigo desfalleciente, un mendigo anónimo en las calles de un pueblo fantasma. Florinda lo encuentra a tiempo para perdonarlo y presenciar cómo, a su muerte, las campanas de los monasterios comienzan a sonar milagrosamente.

En su primera ópera, Ginastera aborda así muchos temas que continuarán presentes en sus otros dos títulos. Si la escena de la violación de Florinda remite a la escena central de Beatrix Cenci, en la que la joven protagonista es violada por su padre (en la primera escena de Don Rodrigo, el rey le dice a Don Julián que Florinda es, para él, “como una hija”), las alucinaciones, los sueños premonitorios y la ambición desmedida del rey Rodrigo anticipan también algunos aspectos de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo.

Los perros de Cenci y la osa de Bomarzo

Los siguientes títulos de Ginastera están ambientados en un Renacimiento alucinado y decadente, poblado por personajes que cargan con sus obsesiones como estigmas (“Los estigmatizados”, Die Gezeichneten, era el título de una ópera de Franz Schreker estrenada en 1918, protagonizada por un noble jorobado del Renacimiento, habitante de un parque de esculturas fabulosas, obsesionado por el arte, por el poder, por el sexo). Ambas óperas están escritas para grandes orquestas, que incluyen instrumentos asociados con el universo musical renacentista: mandolina, clave, viola da gamba o viola d’amore. La utilización de estos instrumentos es más evocativa que mimética: a excepción de unas breves danzas en Beatrix Cenci, no hay referencias explícitas a la música del Renacimiento, sino más bien una suerte de apropiación de ciertos timbres que evocan antiguas sonoridades.

En Bomarzo, la presencia de motivos del Renacimiento se traslada de una manera magistral del texto a la música: al igual que esos monstruos de piedra del jardín del duque, también las formas musicales aparecen deformadas por la lente torturada de su protagonista. Hay algo a la vez familiar y ominoso (unheimlich o “siniestro”, diría Freud, para aplicar un concepto para nada extraño respecto de una ópera escrita en la psicoanalizada Buenos Aires de los sesenta), algo fascinante y monstruoso (ungeheuer, dice Herodes al ver a Salomé besando los labios muertos de Jokanaan en la ópera de Richard Strauss) en la música de Bomarzo, en las canciones de Pantasilea y de Julia Farnese, en los madrigales que canta el coro invisible, en el célebre “ballet erótico” del segundo acto.

Bomarzo, con libreto de Manuel Mujica Lainez (autor también de la novela original) tuvo su estreno triunfal en el Lisner Auditorium de Washington, a cargo de la Opera Society de la capital norteamericana. La extraordinaria recepción de la obra motivó que se le encargara a Ginastera la ópera para la inauguración del flamante Kennedy Center: allí, en 1971, se estrenó Beatrix Cenci, con libreto de William Shand y Alberto Girri. La obra llegaría al público argentino recién en 1992, a lo que debe sumarse la reciente producción del Teatro Colón que dio inicio a las celebraciones por el centenario de Ginastera. La historia no es menos escandalosa que la de Bomarzo: la violación de la joven Beatriz por parte de su padre, el conde Francesco Cenci, una historia real que inspiró a numerosos artistas, de Shelley a Artaud, de Stendhal a Alfred Nobel y Alberto Moravia. Si el duque de Bomarzo se identificaba con la figura monstruosa del minotauro, el conde de Cenci es perseguido por el ladrido de unos perros de presa, la imagen de su voracidad desmedida.

La historia de la censura que sufrió Bomarzo en la Argentina del Onganiato es conocida: programada para la temporada 1968, los ecos del éxito del estreno mundial en Washington escandalizaron al entonces presidente de facto, que conminó al director del Colón a retirar una obra en la que primaba “la referencia obsesiva al sexo, la violencia y la alucinación” (si no se hubiese explicitado que la obra en cuestión era Bomarzo, acaso el Teatro debería haber cancelado toda su temporada: ¿qué ópera no es alcanzada por esa descripción?). Desde la revista Confirmado, Sara Gallardo acertaba en apuntar que los censores habían “prohibido de oídas” la ópera: juntando diversas referencias de los periódicos norteamericanos que celebraron la producción de Tito Capobianco en el Lisner Auditorium, los censores locales mezclaron la desnudez de la prostituta Pantasilea, las insinuaciones homoeróticas del esclavo negro Abul, las escenas incestuosas de los jóvenes hermanos, las invocaciones satánicas del astrólogo y las referencias de la abuela a la osa protectora de la familia Orsini y con todo eso imaginaron un espectáculo que el censor español de La corte de Faraón bien podría haber descrito como “un contumaz regodeo en la concupiscencia”. Ginastera fue más conciso: en un telegrama que envía a Mujica Láinez, comunicó simplemente “Bomarzo prohibida por relaciones con una osa”.

La presencia de algunos motivos recurrentes, la cercanía estilística e incluso cronológica de las tres óperas (escritas en el curso de menos de una década) autorizan a imaginar a Don Rodrigo, Bomarzo y Beatrix Cenci como una “trilogía lírica” de Alberto Ginastera. Una suerte de gran fresco en tres partes acerca de las obsesiones humanas: el poder, el sexo, la familia, el arte, los sueños.

Si acaso hubiera que señalar algún defecto en ellas, podría mencionarse cierta tendencia retórica de sus personajes, proclives a caer en largas descripciones de su propia psique. Las palabras “pecado”, “perversión”, “lujuria” en boca del conde Francesco Cenci empalidecen en comparación con el acto de la violación de su propia hija, que consuma inmediatamente después de pronunciarlas. A diferencia de los extensos soliloquios wagnerianos, en los que los personajes relatan episodios sucedidos en el pasado que modifican (o pretenden modificar) sus acciones presentes, los monólogos de Rodrigo, de Orsini, de Cenci, funcionan en parte como comentario de lo que se despliega ante nuestros ojos. Son, en ese sentido, más retóricos que dramáticos y acaso por eso pierdan algo de su fuerza. Por otra parte, su recurrencia invita a pensar que no se trata de una deficiencia sino de una decisión consciente de su autor.

En cualquier caso, nada de eso altera la fabulosa atracción que ejercen las óperas de Ginastera, gracias a la cual los tres títulos merecen reaparecer periódicamente en los escenarios. La elección de los temas y, sobre todo, el tratamiento musical que les confiere el compositor argentino están entre lo mejor que produjo el género lírico en nuestro idioma. Basta con escuchar la hermosa villanella que conforma el interludium XII de Bomarzo: “si quieres saber de mí”, canta el coro, “te lo dirán unas piedras”. Como las esculturas fantásticas del jardín de Bomarzo, las óperas de Ginastera seguirán sorprendiendo a los curiosos que se acerquen a descubrir sus secretos.

Fuente: Gustavo Fernández Walker para musicaclasicaba.com.ar

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