por José Antonio Palafox
El pasado sábado 15 de diciembre asistimos, en un Auditorio Nacional lleno a reventar, a la proyección en vivo de La traviata, una de las óperas más famosas de Verdi, desde el Met de Nueva York. Esta enorme afluencia de público no era de extrañar, porque se trata de una de las óperas favoritas de todos los tiempos y porque los estelares corrieron a cargo de dos superestrellas del momento: la soprano alemana Diana Damrau y el tenor lírico peruano Juan Diego Flórez. Y en verdad se trató de un espectáculo difícil de olvidar, aunque tal vez no por las razones esperadas.
Quizá el Auditorio Nacional no esperaba tan nutrida audiencia, pero lo cierto es que esta vez las amables señoritas que nos ayudan a encontrar nuestros lugares no se dieron abasto. El resultado fue que, una vez iniciado el espectáculo, todavía había “tapones” de gente en los pasillos, brillos de lámparas por aquí y por allá, acaloradas discusiones por un asiento y filas completas de espectadores que tenían que levantarse para que un recién llegado cruzara hasta una butaca vacía al otro extremo… antes de darse cuenta de que ese no era su asiento y volver a hacer que todo el mundo se levantara para poder seguir en busca del lugar correcto.
Giuseppe Verdi: fragmento de Libiamo ne’lieti calici (La traviata) / Diana Damrau (Violetta Valéry), Juan Diego Flórez (Alfredo Germont), el coro y la orquesta del Met, dirige Yannick Nézet-Séguin
Lo segundo que hay que mencionar es la puesta en escena de Michael Mayer, que vino a sustituir la controvertida propuesta de corte minimalista de Willy Decker, caracterizada por una atmósfera fría y aséptica en la que un gigantesco reloj dominaba el escenario. Inicialmente, la hermosa camelia en tonos violeta proyectada sobre el fondo negro del telón nos hizo pensar que se trataría de una puesta en escena sobria e interesante, pero esta nueva producción es —literalmente— la antítesis de la anterior: Michael Mayer, la escenógrafa Christine Jones y la diseñadora de vestuario Susan Hilferty optaron por una sobrecargadísima propuesta de corte “tradicional” abundante en “elegantes” (?) adornos dorados (que hacían lucir la alcoba de Violetta Valéry como el altar churrigeresco de una catedral novohispana) y llamativos vestuarios “de época” en colores amerengados (que nos hicieron pensar en los pasteles para las quinceañeras) y con diseños evocativos del tapiz de los sillones de mi abuelita. Peor aún: el “buen gusto” se extendió a los cinco muebles que permanecieron en escena durante toda la ópera. Así, la desgarradora historia de amor entre Violetta Valéry y Alfredo Germont se desarrolló en medio del más artificioso kitsch que un escritorio, un taburete, una mesita de noche, una cama, una silla y un piano de color azul pastel (este último con inexplicables reproducciones de cuadros de Remedios Varo en sus costados) pueden transmitir.
Esta abigarrada puesta en escena —cuya única “novedad” consistió en presentar la historia como si fuera un flashback de la agonizante Violetta, punto de vista que ya había abordado Franco Zeffirelli hace casi cuarenta años— parecía diseñada más para distraernos visualmente que para sumergirnos en la acción, lo cual resulta innecesario cuando tienes protagonistas del calibre de Damrau y Flórez, pero el problema fue que la acción era bastante acartonada y predecible: Diana Damrau se la pasó levantándose de la cama para sentarse ante el escritorio, luego se recargaba en el piano… y volvía a arrojarse a la cama. Juan Diego Flórez se paraba al lado de la cama, caminaba hacia el escritorio… y se volvía a parar al lado de la cama.
Primero enfundada en albo camisón, luego con vistosos vestidos de fiesta también blancos (que tal vez querían simbolizar la inocencia de corazón de Violetta Valéry) y al final nuevamente con el camisón, Diana Damrau tuvo un desempeño vocal impecable. Aunque al inicio sonó bastante tibia, poco a poco su voz fue cobrando la inigualable textura que la ha colocado entre las sopranos favoritas del público. Así, en el primer acto le imprimió una luminosidad y jovialidad tan vigorosa que llego a poner en problemas por momentos a Juan Diego Flórez, sobre todo en el dueto Un dì, felice, eterea. Su interpretación de la esperada aria Sempre libera fue correcta y emotiva, aunque la suavidad que imprimió a su voz hizo que por momentos corriera el riesgo de verse opacada por la orquesta. Sin embargo, a partir del segundo acto, la soprano fue en admirable ascenso y consiguió ofrecer una interpretación fascinante e intensa, sobre todo en el doloroso dueto con Germont, donde imprimió a su voz un tan sobrecogedor como hermoso tono oscuro, lleno de dolor y desesperación que terminó helándonos la sangre cuando entonó Amami, Alfredo y, en el tercer acto, cuando —ya moribunda y con unas impresionantes toses demasiado realistas— lee la carta y concluye con un desgarrador “E tardi!”. Desafortunadamente, tan dramático momento se vio hecho pedazos por el insistente llamado de un teléfono celular (tal vez en el Met, tal vez en el Auditorio Nacional. Es más sano no hace conjeturas), además de que, a lo largo de toda la ópera, parecía que el piso estaba recién pulido o que Damrau estaba estrenando tenis porque, cada que caminaba, sus pasos desprendían sendos rechinidos. Mejor ni hablar de las partes donde baila, y mucho menos de la terrible dirección actoral, que la hizo adoptar poses y gestos caricaturescos que dieron al traste con el dramatismo en más de un momento y llegaron a provocar involuntarias risas por parte del público.
Giuseppe Verdi: Sempre libera (La traviata) / Diana Damrau (Violetta Valéry) y la orquesta del Met, dirige Yannick Nézet-Séguin
Por su parte, Juan Diego Flórez también dio de que hablar con su encarnación de Alfredo Germont, el impetuoso enamorado de Violetta Valéry. Primero vestido como el Cascanueces y luego con un atuendo negro como de vaquero que parecía reciclado de la pasada producción de La fanciulla del West (presentada en octubre), Flórez deambuló sin ton ni son por el escenario dando enormes zancadas (suponemos que porque Alfredo es un joven impulsivo) y luciendo su hermosa y bien modulada voz, sobre todo en O mio rimorso y en el bello dueto íntimo Parigi, o cara, aunque la pésima dirección escénica hizo que, en los momentos en que la agonizante Violetta está poco menos que arrastrándose para subir a la cama, en vez de dar un paso al frente para sostenerla, este Alfredo se quedara parado como… un cascanueces. Vocalmente, Flórez ha ido ampliando gradualmente su repertorio a personajes más “pesados” que los que acostumbraba interpretar. Sin embargo, a pesar de la buena voluntad, Verdi no es Bellini y el rango del tenor peruano no es muy amplio. Es cierto que les da un brillo muy disfrutable a las notas altas y que su timbre es claro y delicado, pero la densa masa orquestal y los apabullantes coros verdianos lo hicieron vérselas negras y desaparecer —literalmente— en más de una ocasión, por ejemplo en la escena del brindis. Para el segundo acto, donde las notas de Alfredo se mueven en un registro bajo, la voz de Flórez se notaba un tanto cansada. Sin embargo, supo sobreponerse y ofreció momentos memorables, como cuando cantó con un refinamiento poco usual el aria De’ miei bollenti spiriti, cuando se le puso al tú por tú (no sin notorio esfuerzo) a la orquesta en O mio rimorso o cuando cantó, al lado de Damrau, el dueto Parigi, o cara.
Giuseppe Verdi: O mio rimorso (La traviata) / Juan Diego Flórez (Alfredo Germont) y la orquesta del Met, dirige Yannick Nézet-Séguin
Por su parte, espléndidamente cantado pero actoralmente bastante descuidado resultó el Germont del bajo Quinn Kelsey. Su voz es elegante y posee un atractivo tono oscuro que hizo lucir, sobre todo en Pura siccome un angelo y en Di Provenza il mar, il suol. Sin embargo, aunque su desempeño vocal fue sólido y correcto, la dirección actoral hizo de Germont un personaje estático que parecía pedirle permiso a un pie para mover el otro y que, en todo momento desde que aparece en escena, se mueve tímidamente detrás de Alfredo como mendigando su perdón.
Haciendo a un lado la inexplicable presencia de un grupo de bailarines que parecían prófugos del Cirque du Soleil y que estaban maquillados como calaveras de la película Coco de Pixar (por fin, ¿es una puesta “de época” o no?), la orquesta y el coro del Met tuvieron el impecable desempeño que acostumbran. Sin duda, la única figura que estuvo cerca de opacar a tan excesiva puesta en escena fue el siempre sonriente Yannick Nézet-Séguin, quien con esta ópera se estrenó propiamente como nuevo director musical del Met. Vamos, hasta se le dedicó un extenso minidocumental en el primer intermedio y pudimos ver cómo su batuta salía volando “accidentalmente” al inicio del segundo acto. Pero el vigor con el que dirigió a la orquesta y su inteligente lectura de la partitura de Verdi, en la que se valió de un efecto de “alargamiento” de las notas para enfatizar la fragilidad emocional de la protagonista e hizo un arriesgado uso de los silencios para crear un interesante efecto dramático, no fueron suficientes para liberar al público del hechizo del kitsch porque, después de que Violetta entregara el alma en medio de una lluvia de papelitos brillantes que al caer al suelo hacían más ruido que una docena de bolsas de papas fritas, el respetable aplaudió a rabiar. Y es que, a pesar de la torpe dirección escénica, los rechinidos en el suelo, la saturación de colores pastel, la disposición prefabricada y complaciente de los detalles, el mal gusto en los decorados, las llamadas de celular y los imperdonables anacronismos en muebles y vestuarios, ¡el público quedó encantado! Al encenderse las luces, pudimos observar a más de una dama todavía secándose las lágrimas o dando, con los ojos enrojecidos, un discreto retoque a su maquillaje. Los comentarios sobre el desempeño de los solistas y la orquesta eran escasos, mientras que la desmedida puesta en escena recibía todos los halagos. Como decía el cantautor argentino Facundo Cabral: “Cosa extraña es el hombre…”.
Giuseppe Verdi: Addio, del passato (La traviata) / Diana Damrau (Violetta Valéry) y la orquesta del Met, dirige Yannick Nézet-Séguin
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