Por Sergio Villicaña Muñoz
Sin duda alguna, y a reservas de los eventos que ocurran durante los meses subsecuentes del 2018, desde su anuncio en octubre, el acontecimiento musical de este año en México fue la venida de una de las orquestas más importantes del mundo, bajo la batuta del joven –aunque experimentado– Gustavo Dudamel. Por supuesto, la presentación estuvo a la altura de las expectativas –y, afortunadamente, del precio de los boletos.
Personalmente decidí ir al segundo día por motivos del programa. Éste estuvo completamente equilibrado, como debe ser un buen concierto. Así como en una comida existe la entrada ligera, una sopa o ensalada para abrir el apetito, un plato fuerte contundente y elaborado, y un postre dulce que nos deje con un buen sabor de boca, el programa contó primero con una de las obras más “desabotonadas” (sin dejar de ser formal y educada) de Brahms, un Mozart relajado y fresco, un Brahms ahora enérgico y heróico, y finalmente como encore Bernstain y Strauss. El concierto anterior, con dos sinfonías (Yves y Tchaikovsky) y el del domingo con un Adagio y una sinfonía (Mahler y Berlioz) carecían de estos detalles que siempre son importantes para degustar mejor un concierto.
Desde el primer momento en que Gustavo Dudamel salió a escena, el público se abandonó a él y a los eufóricos aplausos. A continuación inició el concierto con la Obertura del festival académico, Op. 80 del “Dr. Brahms”. No cabe duda que en los detalles son en los que se sustenta el abolengo de la Filarmónica de Viena. Cada nota en su lugar, cada elemento dinámico y agógico, cada matiz… todo es preciso.
Al término de la primera obra, después de otra ronda de aplausos (uno incluso se dejó oír desde el primer piso antes de la conclusión total), y un reacomodo de los músicos, salió de nuevo el director con el flautista Walter Auer. Desde el inicio del Concierto para flauta No. 2, KV 314, de W. A. Mozart, el solista se veía relajado y contento, tanto que incluso se complacía en mover las manos haciendo ademanes de dirección, ver a Dudamel y sonreírse con él y el primer concertino. Su técnica, fluida y vibrante, se dejó ver claramente en las cadenzas. Un verdadero espíritu mozartiano, nada frígido y completamente libre, pero refinado. Al finalizar el concierto y con el sonido de las palmas que los ovacionaban, una niña llegó a regalarle flores al flautista, para que finalmente se retirara con el resto de la orquesta a un intermedio.
Después de la pausa, inició la llamada “décima de Beethoven”, la Sinfonía No. 1 en Do menor, Op. 68 de Johannes Brahms, la cual marcó un hito en la historia de las sinfonías. Desde su inicio, con el timbal sonando como latidos y las cuerdas dando giros patéticos, la orquesta irradiaba su más puro acento trágico. Cabe destacar que entre las versiones de referencia de las sinfonías de Brahms se incluyen las interpretaciones de Furtwängler y Herbert von Karajan dirigiendo a la Filarmónica de Viena, así que es una obra altamente significativa y evocadora, por la composición misma y por los intérpretes. Con esa maestría y esa fuerza con que se debe abordar a Brahms transcurrió la sinfonía, hasta su último movimiento conmovedor y hermanador, al puro estilo beethoveniano.
Con justa razón, el público se desbordó en aplausos al director y a la orquesta. Para concluir y terminar de la manera más alegre posible, se nos regaló como encore el vals del Divertimento para orquesta de Leonard Bernstein, quien está íntimamente relacionado con la historia de la Orquesta, y para terminar, la polca Tritsch-Tratsch, Op. 214 de Johann Strauss, quien está íntimamente relacionado con la historia de Viena. Dudamel, recibió las ovaciones aplaudiendo también a sus músicos de manera afectuosa, saliendo hasta seis veces al escenario hasta que, finalmente, los músicos se retiraron.
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