Por Francesco Milella
En su celebrada Vida de Rossini, Stendhal, al introducir la figura del compositor italiano, nos comparte una frase que merece una atenta lectura: «Es difícil escribir la historia de un hombre todavía en vida […]. Yo lo envidio más que a aquel que ganó la lotería de la naturaleza. Rossini es diferente: el ganó fama eterna, el genio y, sobre todo, la felicidad». Si bien la retórica del escritor francés y los hechos biográficos que hoy conocemos sobre Rossini nos obligan a colocar esta frase entre esos juegos literarios que la cultura de esos años apreciaba tanto, no podemos dejar de preguntarnos qué tan real haya sido la felicidad humana de Rossini, por lo menos en ciertos momentos de su vida.
Efectivamente, el año de publicación de dicha biografía (1824) corresponde perfectamente con un momento clave (y muy feliz) para Rossini. Su aventura napolitana, a pesar de las primeras incertidumbres del público local y del mismo compositor, había alcanzado su máximo auge: sus óperas lo habían transformado en el segundo “rey” de Nápoles, hombre riquísimo, poderoso y muy admirado en toda Europa. Su nombre era garantía de éxito para el público y dinero para los empresarios y las autoridades. Rossini era la música. En 1820 había casado Isabella Colbran, antes esposa del empresario Domenico Barbaja y cantante legendaria, fortaleciendo su imagen con una buena dosis de prudencia y moralidad (elementos que, en el fondo, Rossini nunca supo poseer).
La composición que más concretamente refleja el acierto de Stendhal es la ópera Semiramide, presentada por primera vez en 1823 en Venecia. Semiramide marca un cambio radical en la vida de Rossini como hombre y compositor: esta ópera marca el final definitivo de la aventura italiana de Rossini (y de la unión musical con Isabella Colbran), después de la cual será invitado a París donde se quedará (con largas pausas en su Italia) hasta su muerte en 1868. Pero Semiramide es también la última ópera “italiana” es decir, la última perfectamente correspondiente a las reglas y a las tradiciones belcantistas. El lenguaje rossiniano se acercará al gusto y a las reglas teatrales francesas transformándose en el demiurgo de la vida musical parisina.
Semiramide es una ópera de transición. Por un lado, representa el más alto y estructurado epítome de su trayectoria italiana: sus melodías, los grandes duetos, las complejas (y largas) cavatinas que marcan la entrada de los protagonistas (Semiramide y Arsace), su vocalidad tan perfectamente belcantista hacen de esta ópera la síntesis de todo el mundo musical rossiniano (y no solo) hasta ese momento. Por el otro, precisamente esa majestuosidad cuantitativa y cualitativa (es suficiente escuchar la Obertura), junto a la solemnidad de algunas escenas y a la complejidad dramatúrgica de la Semiramide parecen anticipar al Rossini de la capital francesa.
El libretto de Gaetano Rossi cuenta la lucha para acceder al trono de Babilonia, vacío después de la muerte del rey Nino. Su viuda Semiramide quiere dar el poder a Arsace, soldado que ella ama sin saber que es su hijo. El otro pretendiente es Assur, antiguo amante de Semiramide y, junto a ella, asesino de Nino. Al final del primer acto, en una escena claramente shakespeariana, la sombra de Nino aparece declarando que Arsace será el futuro rey de Babilonia solo cuando se habrá hecho justicia en contra del asesino que lo mató (Assur y Semiramide). En la última escena, en el cementerio donde reposa el cuerpo de Nino, los soldados de Semiramide deciden matar a Assur. Pero la obscuridad los engaña y terminan matando a su reina, Semiramide. Arsace, con dolor, puede finalmente ocupar el puesto de Nino e iniciar una etapa feliz para el reino de Babilonia.
La música de Rossini es simplemente extraordinaria. La felicidad, que con tanta envidia Stendhal había celebrado en la introducción de su Vida de Rossini, parece reflejarse en una fantasía musical inagotable: Rossini no desperdicia ninguna de las infinitas ideas que su genio le sugiere organizando el material musical de forma perfecta. Semiramide es lo que se suele definir una ópera perfecta en donde música y teatro dialogan formando una única entidad, sólida y flexible al mismo tiempo. No hay escena que aburra, que no emocione, que nos canse o que no nos deje pegados a nuestra silla: sea por la ternura de un amor declarado, por la fuerza de una violencia escondida o por la majestuosidad de un poder terreno, Semiramide es una ópera que nos dejará siempre a boca abierta. Para muchos, después de esta ópera, Rossini ya no será el mismo. Podemos estar de acuerdo o no, pero lo que si podemos afirmar es que Rossini nunca será capaz de repetir nuevamente semejante maravilla.
Aix-en-Provence 1980 – Montserrat Caballé (Semiramide) Marilyn Horne (Arsace)
Londres 1986 – June Anderson (Semiramide) Marilyn Horne (Arsace)
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