“Las naciones competirían por poseer semejante tesoro”
Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt, dirige Paavo Järvi
Si yo pudiera grabar en el alma de todos los aficionados a la música, y especialmente de los poderosos, los inalcanzables logros de Mozart, tan a fondo y con esa comprensión musical y ese gran sentimiento que yo mismo experimento, entonces las naciones competirían por poseer semejante tesoro (F. J. Haydn)
No parece fácil reconstruir en la actualidad un retrato humano y cotidiano de Mozart. A pesar de su extenso epistolario, que ofrece multitud de detalles sobre su personalidad, su nombre aparece en los programas de conciertos junto a sus obras como el de un personaje del pasado, un compositor posiblemente viejo y con peluca. Da la impresión de que con demasiada frecuencia nos olvidamos de que nunca fue un señor, sino tan solo un muchacho, y que sus obras no fueron
escritas por un anciano, sino por un chiquillo de veintitantos. Como es bien sabido, contrajo matrimonio con Constanze Weber. Tal vez es menos conocido el dato de que tuvo seis hijos, de los que tan solo dos sobrevivieron a la infancia. Fue precisamente tras el fallecimiento de su pequeña hija Teresa, de seis meses, cuando cayó en una reacción asocial que se tradujo en la composición, en el plazo de pocas semanas de, entre otras, sus tres últimas sinfonías.
La Sinfonía no. 41, la última, merece ser presentada como el afortunado producto artístico de la más elevada genialidad, que, habiendo aprehendido el magisterio de Bach, se erige en una de las más destacadas composiciones sinfónicas de Mozart y en una de las obras de arte absolutas de la civilización occidental. No obstante, el autor no llegó a ver estrenada esta obra (decimos “ver” porque, como Beethoven, suponemos que pudo “escuchar” en su mente la versión ideal).
No hay una explicación convincente del motivo por el que se conoce a esta sinfonía como “Júpiter”. Al parecer, debió de ser el célebre Johann Peter Salomon quien, consciente de la altura de la obra, le otorgó esta denominación. Júpiter es el padre de los dioses y el más grande de los planetas; Júpiter es la luz (do mayor), el trueno y el águila. La obra exhibe una sobreabundancia de temas melódicos en cada uno de sus movimientos que calificaríamos de “exuberante” si estos a su vez no respondiesen a una naturaleza tan matemáticamente ponderada: son tres en el allegro inicial, tres en el andante cantabile, y otros tres en el molto allegro final, todos ellos incluidos en sus respectivas formas de sonata, es decir, sometidos asimismo a desarrollos y variaciones. Parece que Mozart quisiera concentrar en una sola sinfonía todo el material posible, consciente de que no volvería a componer en el género. El último movimiento en particular, el fugato, presenta una complicación extrema, un despliegue espectacular en el manejo de las proporciones musicales. En él se producen continuos contrapuntos entre los mencionados tres temas principales y, al menos, otros dos motivos musicales que discuten, se superponen, luchan, y se revuelven con precisión matemática. La mente de Mozart es capaz de traducir dichas proporciones y números a sonidos musicales con la mayor naturalidad, sin que nada parezca forzado. Quizás no se concede la importancia que debiera al estudio que, en torno al año 1782, realizó el compositor sobre Bach (apenas conocido por entonces como el padre de Carl Philipp). Evidentemente, Mozart no debió de tener problemas para mantener su criterio al margen de las modas estéticas que lo consideraban anticuado y reconocer en él la figura de un gigante. Con todo, el mayor logro de este fugato, el que sitúa a Mozart a la altura de Bach, consiste en el inmenso gozo artístico y musical que produce todo aquel mare magnum aritmético de motivos fugados, imitados, enfrentados y mezclados entre sí. El efecto del movimiento ofrece, con el resultado más placentero posible, un auténtico monumento sonoro al pensamiento científico. En la actualidad, la música de Mozart parte con cierta desventaja frente al público, puesto que, de acuerdo con su posición en la línea cronológica, su orquesta aún no posee la contundencia sonora de la undécima Shostakóvich, ni la variedad tímbrica de Richard Strauss, pero cuenta con un activo de importancia fundamental que se añade a su altura artística intrínseca: las diferentes maneras de interpretación que, al menos desde mediados del siglo XX, se están llevando a cabo de su música y que parecen seguir abriendo nuevas vías para que suene siempre nueva y original.
Fuente: Enrique García Revilla para la Orquesta Sinfónica de Castilla y León
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