por José Antonio Palafox
El pasado 11 de enero, en un Auditorio Nacional con una afluencia de público bastante más escasa de lo esperado para tratarse de una de las óperas clave del siglo XX, asistimos a la proyección en vivo desde el Met de Nueva York, de Wozzeck, una de las dos únicas joyas operísticas que el compositor vienés Alban Berg (1885-1935) legó a la historia de la música.
Con esta gran obra en una extraordinaria puesta en escena cortesía del artista sudafricano William Kentridge, el Met reinició las actividades de su proyecto HD Live en el ciclo 2019-2020, y si bien tal vez no sea un título idóneo para sacudirnos con amabilidad los últimos restos del espíritu navideño, lo cierto es que se trató de un poderoso espectáculo de primerísimo nivel que no dejó indiferente a ninguna de las personas que lograron llegar hasta el final.
Y es que, a pesar de durar poco menos de dos horas, Wozzeck es una obra densa y harto compleja. Más que melodiosas arias, los solistas desarrollan un discurso declamado con breves inflexiones musicales, al tiempo que la orquesta agrede a las buenas conciencias con uno de los ejemplos más extremos de atonalidad, sin mencionar la descarnada temática donde la miseria, el abuso psicológico, la humillación, la alienación, el adulterio, el asesinato y el suicidio se dan cita de una manera brutalmente directa. Aunadas al hecho de que esta ópera suele representarse (muy acertadamente, nos parece) sin intermedios, estas fueron razones más que suficientes para que una considerable parte del magro público empezara a abandonar la sala —como gotero pero de manera notoria— incluso desde los primeros veinte minutos de iniciado el espectáculo.
Pero la mayoría de quienes decidieron completar este angustiante descenso a los infiernos en compañía de Alban Berg y William Kentridge no vieron defraudadas sus expectativas. Continuando con su deslumbrante concepto visual basado en animaciones y superposición de textos e imágenes que lo emparenta más con el diseño multimedia, William Kentridge traslada la tragedia del soldado Wozzeck a la Primera Guerra Mundial: claustrofóbicos escenarios en los que la dominancia del color negro hacía desaparecer los límites espaciales —con muebles y bastidores apilados como si estuviéramos dentro de un edificio en ruinas— y que se “borraban” ante nuestros ojos para dar paso a mapas de los campos de Flandes, perturbadores retratos, extrañas animaciones, grotescas siluetas, bailes fantasmagóricos y violentos cortometrajes que parecían sacados del más abyecto manicomio fueron el espacio por donde deambulaban, cubiertos con máscaras antigás y moviéndose como decadentes autómatas, los mudos testigos de las funestas consecuencias que sobre la psique del protagonista tienen los prolongados abusos de sus superiores y la infidelidad de su mujer.
El magnífico reparto fue encabezado por el barítono sueco Peter Mattei como Franz Wozzeck y la soprano sudafricana Elza van der Heever como la infiel Marie. Con una inquietante expresión vacía de emoción y el ceño fruncido como reflejo de la lucha interna que el soldado libra con sus alucinaciones, Mattei logró transmitir brillantemente la fragmentación que tiene lugar en la mente de Wozzeck a medida que se va desprendiendo de la realidad. Permeada con un toque de tristeza, su pulida voz reflejaba por momentos a un ser frágil y lastimado, pero la sobrecogedora intensidad que alcanzaba en los estallidos de violencia y la amenazadora oscuridad que le daba en las partes semihabladas revelaban que, definitivamente, algo no andaba bien en la cabeza del protagonista. Por su parte, van der Heever cantó a Marie —quizá el único personaje capaz de mostrar humanidad y cordura— con destacables luminosidad y desenvoltura, consiguiendo dar vida de manera convincente a una mujer cuyos sueños frustrados por la pobreza en que vive encuentran cauce en la infidelidad con el presuntuoso tambor mayor del regimiento (interpretado con acierto por el tenor inglés Christopher Ventris).
Completaron espléndidamente el elenco el tenor alemán Gerhard Siegel como el “amable” capitán cuyas absurdas observaciones solo sirven para envilecer más al soldado Wozzeck, el bajo barítono estadounidense Christian van Horn como el tétrico médico que no duda en someter al protagonista a los más degradantes experimentos para ganar fama, el tenor inglés Andrew Staples como el soldado Andrés, único amigo de Franz Wozzeck, y la mezzosoprano Tamara Mumford en una breve aparición como Margret, la vecina de Marie. En la misma línea de la ya clásica producción de Madama Butterfly del Met, el hijo de Wozzeck y Marie es una andrajosa marioneta con el rostro cubierto por una máscara antigás y accionada por dos marionetistas disfrazados como enfermeras.
Al frente de la cameleónica orquesta del Met, Yannick Nézet-Séguin ofreció una lectura muy clara e inspirada de la partitura de Alban Berg: puntillosa e incisiva, con gran delicadeza en los pasajes expresivos, una intensa fuerza para nada áspera en los pasajes climáticos y un vigoroso ritmo que no decayó ni un solo momento.
Finalmente, cuando las luces del Auditorio Nacional se encendieron, los rostros del público restante revelaban el estupor de quien ha mirado de frente los abismos del alma humana y ha sobrevivido. Y son pocos los que pueden jactarse de ello.
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