Estamos a mediados de 1847. Verdi vive con Giuseppina Strepponi en París. En julio recibe su primer encargo de la Ópera de París: una adaptación al francés de I Lombardi, con nuevos textos, importantes cambios en el argumento y el infaltable ballet que era entonces imprescindible en las óperas francesas. La nueva versión se titula Jerusalem y se estrena —con escaso éxito— en la Ópera Le Peletier, en noviembre. A esta obra siguió El corsario (1848), compuesta a toda prisa y sin ningún interés por parte de Verdi, que ni siquiera asistió al estreno, llevado a cabo en el Teatro Grande de Trieste (hoy llamado Teatro Verdi). Aun siendo una obra del compositor consentido de Italia, El corsario fue un sonoro fracaso.
Pero Verdi se encontraba insuflado de ardor patriótico ante lo que se conoció como las Cinco jornadas de Milán, una sublevación protagonizada en marzo de 1848 por el pueblo lombardo contra la ocupación austriaca. Así, junto con el poeta Salvatore Cammarano (autor de los libretos de Lucía di Lammermoor, Roberto Devereux y Poliuto para Gaetano Donizetti), adaptó la obra La Bataille de Toulouse de Joseph Méry y la convirtió en su decimocuarta ópera: La batalla de Legnano (1849), estrenada con arrollador éxito en el Teatro Argentina de Roma. Para su siguiente ópera vuelve a trabajar con Cammarano, ahora adaptando la obra teatral Intriga y amor del gran poeta y dramaturgo alemán Friedrich Schiller. El resultado será Luisa Miller (1849), estrenada en el famoso Teatro de San Carlos, en Nápoles. Al año siguiente estrena en el Teatro Grande de Trieste la controvertida Stiffelio, que le acarreó problemas con la censura al presentar la historia de un sacerdote protestante cuya esposa es adúltera. Pero ya en puerta se encontraban tres obras que terminarían de consolidar —en caso de que hiciera falta— el nombre de Giuseppe Verdi como uno de los más grandes creadores de ópera: Rigoletto (1851), El trovador (1853) y La traviata (1853).
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