por Francesco Milella
En los años de su juventud alemana, Händel había aprendido a conocer perfectamente el órgano: su educación musical, no muy diferente a la que – en los mismos años (1685-1700) – estaba recibiendo Johann Sebastian Bach, lo había llevado a dominar perfectamente su elaborada técnica, como todo músico alemán de esa época debía hacer (eran los efectos culturales de la Reforma Luterana). Con el tiempo, aún tomando un camino totalmente diferente (incluso opuesto) al de su noble colega, Händel nunca perdió contacto con dicho instrumento: su poderosa voz lo habría acompañado durante todos sus viajes por Europa, incluso en países donde el público parecía preferir el clavecín. No podemos olvidar el legendario duelo musical entre Händel y Domenico Scarlatti en el palacio romano del Cardinal Ottoboni: si la superioridad del italiano fue evidente ante el clavecín, Händel dejó muy clara su absoluta maestría al sentarse frente al teclado del órgano. El mismo Johann Mattheson, compositor y musicólogo alemán, declaró con firmeza que “nadie, excluyendo a Bach de Leipzig, podía superar a Handel en el arte de tocar el órgano”.
Al llegar a Inglaterra, para Händel no fue fácil encontrar espacios para enseñar su propio arte en dicho instrumento: su actividad como operista era demasiado intensa y políticamente desgastante para conceder momentos libres a otras formas musicales. Pero, con el tiempo, las cosas fueron cambiando y el órgano se fue transformando en una necesidad. En varias ocasiones comentamos la dolorosa crisis que Händel vivió entre 1730 y 1740, cuando la presencia de la Compañía de la Nobleza – y Farinelli – debilitó considerablemente su éxito y su estabilidad como compositor en Londres. Así fuimos aprendiendo a conocer su espíritu práctico y su capacidad de reacción al inventarse nuevas estrategias que pudieran levantar su destino: el cambio de la ópera al oratorio fue probablemente la más revolucionaria.
Al dejar el melodramma, Händel tenía necesariamente que cambiar las costumbres musicales que lo habían acompañado, como la de ejecutar concerti grossi entre los diferentes actos para el deleite del público y el descanso de los artistas. El clima espiritual del oratorio requería una presencia instrumental más discreta y menos extravagante: el concierto para órgano fue la respuesta más atinada. Entre 1735 y 1736, los años de los primeros oratorios, Händel compuso seis conciertos para órgano (op. 4) que el editor Walsh publicó en 1738. Los primeros tres (HWV 290-293) fueron presentados por el compositor como solista durante las réplicas de los oratorios Esther y Deborah y la primera ejecución londinense de Athalia. Los otros dos (HWV 289 y 294) acompañaron el debut de Alexander’s Feast, el 19 de febrero de 1736. Pero no fue todo: cuatro años después, entre 1740 y 1751, en plena composición de oratorios, Händel volvió a componer, con la misma finalidad, otros seis conciertos para órgano (HWV 306-311) y orquesta (más consistente y numerosa), publicados por Walsh hasta 1761, dos años después de la muerte de su autor.
Lo que sorprende al escuchar estos once conciertos no es tanto la originalidad melódica (como en otras composiciones, Händel recicló muchos temas de óperas y sonatas anteriores) cuanto la finura y la elegancia del lenguaje musical: el órgano abandona completamente la severidad litúrgica, que hasta ese momento la cultura cristiana le había imbuido, para entrar en una dimensión totalmente nueva. Sin abandonar el brillante virtuosismo que Händel como intérprete necesitaba para cautivar la atención del público y superar los retos vocales de Farinelli, estos conciertos nos entregan un lenguaje músical más íntimo y discreto, suave e inmediato, lleno de amables melodías y encantadores diálogos entre solista y orquesta. Así recordaba, en 1776, la ejecución y la composición de estos conciertos John Hawkins, músico y musicólogo británico: “el impresionante control del instrumento, la plenitud de su armonía, la grandeza y la dignidad de su estilo, la generosidad de su imaginación y la fertilidad de su inventiva fueron cualidades que nos hicieron olvidar a cualquier otro compositor inferior a él. En sus conciertos, pasaba de una frase a otra con estupenda maestría, dando a toda la composición una claridad y una sencillez perfectas.”
Aún así, manteniendo un tono discreto y equilibrado, y conservando la estructura del concerto grosso barroco (todos los conciertos tienen cuatro movimientos), Händel fue lentamente rompiendo con la tradición, añadiendo elementos innovadores (el papel central y autónomo del solista y su lenguaje intensamente virtuosístico son dos claros ejemplos) y marcando así el camino que en breve tiempo empezarían a recorrer tanto Haydn como Mozart.
Concierto op. 4 n. 4
Concierto op. 7 n. 1
Comentarios