por Francesco Milella
El éxito de la ópera italiana a partir de la primera década del siglo XVII había logrado superar la frontera de los Alpes y difundirse en todos los grandes teatros de Europa llegando incluso a cuestionar la supremacía de la ópera francesa en la misma corte de Versalles. Paradójicamente la nación en donde la ópera encontró más obstáculos a su difusión fue España: a pesar de sus fuertes vínculos políticos y culturales con Italia, y sobre todo con Nápoles, la península ibérica parecía no querer cambiar sus costumbres musicales para substituir la zarzuela con una forma teatral extranjera.
Los primeros experimentos de importación operística italiana fueron de hecho irregulares y carentes de continuidad. El terreno cultural español no era suficientemente permeable para poder absorber todos los elementos que formaban la ópera italiana, desde el libreto en un idioma extranjero hasta las temáticas mitológicas e históricas demasiado complejas para un público acostumbrado a la zarzuela popular. Pero las intenciones de las autoridades y de las élites culturales eran muy claras: había que cambiar el gusto musical español, era necesario ampliar el panorama. Pero ¿cómo?
En 1714 el rey de España Felipe V decidió casarse por la segunda vez con la noble italiana Elisabetta Farnese, poderosa y brillante miembro de una gran familia de Parma, quien lentamente comenzó a cubrir un espacio prominente en las decisiones políticas del marido llegando incluso a ocupar su lugar cuando el rey comenzó a mostrar problemas de fuerte depresión. En 1737, en la cumbre de su poder Elisabetta Farnese decidió invitar a la corte de Madrid, supuestamente para aliviar la depresión del marido, a uno de los más grandes cantantes de su época: Carlo Broschi, conocido como Farinelli.
En esos años el célebre castrato italiano estaba en la cima del éxito: después de un rápido ascenso en los teatro de Nápoles e intensas giras por Italia e Inglaterra, Farinelli había decidido aceptar la invitación de la reina a la corte de Madrid para ocupar el puesto de músico de cámara, consejero y administrador de los eventos musicales de la corte. Por suerte, no había llegado con las manos vacías. Farinelli había traído consigo baúles repletos de partituras, obviamente italianas. Eran en su mayoría óperas sobre libretos de Metastasio, gran amigo del castrato, que fueron lentamente puestas en escena en el teatro de la corte de Madrid, adaptados a las exigencias de la aristocracia que no quería espectáculos más largos de dos horas. Con la voz de Farinelli y de su compañía, las óperas de Galuppi, Jommelli, Porpora, Hasse, Vinci y Riccardo Broschi (hermano de Farinelli) comenzaron a llenar los teatro de Madrid y de allí de toda España. Con estas palabras José Antonio de Armona recordaba en 1785 las consecuencias de la presencia de Farinelli en la península ibérica:
«Con el gusto de oír en la voz de tantos cantores famosos las mejores arias de Italia, se extendió por Madrid el nuevo gusto por su música, y su decidida afición corrió al instante por todas las capitales de la provincia. Apenas había un joven, una señorita, un oficial mozo, que no supiera y cantase de memoria "El misero pargoletto", el "Padre perdona", el "Son regina", "Se tutti mali miei" […]» 1 .
Todo siguió funcionando durante el reinado de Fernando VI, pero cuando en 1759 subió al trono Carlos III, Farinelli se vio obligado a interrumpir sus actividades y volver a Italia dejando un vacío en la vida cultural española: gracias a a su extraordinaria labor musical, Farinelli había rebasado las barreras de la corte y de la aristocracia logrando llevar las óperas, por primera vez en la historia, a todos los rincones de la península ibérica, dejando una huella que nadie, después de él, logrará ignorar.
Leonardo Vinci: Artaserse – Vo solcando un mar crudele
1 J. A. de Armona y Marga, Memorias cronológicas sobre el teatro en España (1785), p. 273
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