Por Francesco Milella
Con el inicio del Porfiriato en 1877 la relación entre México y Gioachino Rossini entró en una nueva etapa, en la que fue encontrando nuevos caminos para seguir manteniendo su posición privilegiada junto a Verdi, Bellini y Donizetti en los teatros mexicanos. El contexto social y político en realidad había cambiado profundamente después de Maximiliano, amigo y protector de Rossini: bajo el lema “Libertad, Orden y Progreso” y una fuerte influencia francesa, el régimen, sin legitimación electoral, creó ese orden interno y ese crecimiento económico que por décadas las autoridades habían buscado sin nunca encontrarlo. Alimentada por la prosperidad de esos años, la ópera entró en una etapa de extraordinaria riqueza e intensidad. El repertorio francés, como es fácil imaginar, fue tomando el monopolio de los teatros de las principales ciudades de la nación, pero sin lograr eliminar por completo el repertorio italiano.
Pero el fenómeno más notable de estos años de finales de siglo lo vemos sobre todo en los intérpretes: atraídos por las nuevas riquezas de México, las grandes voces europeas, que hasta ese momento no se habían animado a cruzar el Océano, comenzaron a mirar hacia las Américas y las oportunidades y desafíos que ciudades como Nueva York, La Habana, Río de Janerio y Ciudad de México podían ofrecer. Adelina Patti, Francesco Tamagno, Lilian Nordica, Guerrina Fabbri, Mario Sammarco, Luisa Tetrazzini y, entre las voces mexicanas, Angela Peralta son solo algunos de los grandes nombres de la ópera europea que, entre 1880 y 1910, se presentaron en México recogiendo triunfos y dejando recuerdos memorables.
Y es aquí en donde Rossini vuelve a aparecer como uno de los protagonistas de la vida musical mexicana. En sus giras infinitas y lujosas, estos cantantes solían presentar óperas del repertorio italiano más tradicional: Lucia di Lammermoor, Traviata, Ernani, Norma, en fin, óperas que garantizaban un éxito seguro para los empresarios y fuertes ganancias para las y los cantantes. En términos de repertorio, de Rossini sobrevivió muy poco de lo que México había escuchado hasta hacía pocos años en la bella voz de Henriette Sontag. Ya basta Otello, Cenerentola, Maometto II y Turco in Italia. El repertorio rossiniano de finales del siglo XIX se limitó solamente a tres óperas: El Barbero de Sevilla, Semiramide y Guillaume Tell, presentadas con gran frecuencia hasta finales del siglo XIX: eran probablemente las óperas que, por un lado, el público mejor conocía y que, por el otro, daban la libertad necesaria a las divas y los divos del momento de brillar añadiendo cadencias y variaciones acordes a sus dotes vocales.
Pero ¿cómo era el Rossini que se escuchaba en los teatros de la capital, de Guadalajara o de Puebla? En realidad, era un Rossini muy diferente al que hoy conocemos y al que los mismos mexicanos conocieron años antes con Galli y García: la vocalidad dominante era la de Verdi y del Verismo, cuya estética pretendía una expresividad teatral que el belcanto rossiniano limitaba rigurosamente. Fueron así surgiendo voces más poderosas y robustas, con una fuerte tendencia al canto tenso y dramático que, a menudo, solía contagiar las ejecuciones de las óperas de Rossini. Además, la cultura musical de la época, ajena a cualquier impostación filológica, consideraba la partitura operística como un texto que podía ser interpretado con cierta libertad, sobre todo por lo que se refería al canto y a la vocalidad. Cantantes como las españolas Adelina Patti y María Barrientos, consideradas como las más famosas intérpretes rossinianas de su época, solían transformar las arias de Rossini en terrenos de experimentación vocal añadiendo cadencias y fioriture que, aún sin existir en la partitura, pertenecían a la estética teatral de la época y, por lo tanto, era lo que el público deseaba.
Con la Revolución y las primeras décadas del siglo XX las cosas cambiaron lentamente a partir de los nombres de los cantantes que de Europa, y ahora también de Estados Unidos, pasaban por México antes de llegar a la Meca operística del Occidente entre las dos guerras: el Colón de Buenos Aires. Tito Schipa, Amelita Galli Curci, Ofelia Nieto, Adamo Didur y, obviamente la mexicana Fanny Anitúa formaron la nueva, extraordinaria generación de cantantes del México posrevolucionario: mismo gusto operístico y mismo repertorio … menos Semiramide: la más celebrada ópera seria de Rossini fue desapareciendo de México y de todo el Occidente (por lo menos hasta la llegada de Joan Sutherland) con la muerte de su última gran interprete, Adelina Patti en 1919. Y así, año tras año, la vida operística mexicana fue alimentando sus amores y sus pasiones entre óperas italianas, francesas y, menos frecuentemente, las alemanas. Hasta el año 1949 cuando el Palacio de Bellas Artes decidió poner en escena nuevamente el Barbero Rossiniano. Se trataba de una ejecución diferente de las pasadas ya que contaba con Giulietta Simionato en el papel de Rosina, con Giuseppe di Stefano como Conte d’Almaviva. En México, como en todo el Occidente, estaba iniciando el renacimiento rossiniano.
El Barbero de Sevilla
1906, Adelina Patti: Ah, qual colpo inaspettato
1920, Maria Barrientos: Una voce poco fa
1926, Tito Schipa: Ecco ridente in cielo
1949, Giulietta Simionato: Una voce poco fa (Ciudad de México)
Guillaume Tell
1905, Francesco Tamagno: O muto asil del pianto
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