por Ricardo Rondón
La viuda alegre de Franz Lehar (1870-1948) ha sido considerada por algunos como la obra más importante del género opereta, esto siempre y cuando cataloguemos Die Fledermaus (El Murciélago) de Johann Strauss hijo, como una ópera en toda su forma. La Viuda se estrenó en 1905 en Viena, la ciudad emblemática del ambiente que describe a pesar de que el argumento se ubica en París. Sus personajes son ligeros pero su tema narra el triunfo del amor sobre todas las cosas, característica de muchas operetas. La nueva producción de Susan Stroman, una figura destacada en los montajes de Broadway, dista mucho de establecerse como conocedora de la ópera. Sigue el modelo de los shows de Broadway y los musicales de la MGM allá por los cuarentas y cincuentas y esto no es ningún halago. Sus ideas son poco originales y casi de formulario. Además, un elemento presente de ramplonería le resta elegancia y glamour a su versión si bien la escenografía es atractiva y los trajes lujosos, bien lucidos por las damas. En la Viuda el Coro se convierte en parte de la acción y cantó muy bien. No es la primera vez que el Met pone La viuda alegre y esperábamos una experiencia musical fina, bien cantada y divertida. La función se alargó tres horas con diálogos interminables que acabaron por fastidiarnos. Sir Andrew Davis, un músico de primera línea, dirigió a la excelente orquesta del Met en forma intachable marcando todos los efectos musicales y acolchonando a los cantantes en los momentos líricos que abundan. Como introducción, la orquesta ejecutó un “potpourri” de los temas principales, antes de arrancar la acción. Fue buena idea para que el público acabara de sentarse.
Los números de baile estuvieron muy vistosos y en excelentes manos pero La viuda Alegre se trata de voces y aquí cayó el hacha cruelmente. Renée Fleming es una de nuestras artistas favoritas o al menos lo fue. Hoy eligió darnos su interpretación de Hanna Glawari que requiere una voz esplendorosa, glamour, sensualidad seductora y variedad interpretativa. Fleming no pudo satisfacer la mayoría de las exigencias porque la voz ya da señales claras de deterioro. Abusó de los pianos y pianissimi porque ya no proyecta en el registro alto, y si lo hace viene la desafinación como sucedió al final del primer acto. Luce muy bella, como siempre, y es una actriz inquieta pero nunca la llegamos a sentir cómoda en este problemático papel. La célebre aria Vilja- lied no fue el momento mágico esperado porque más que cantado fue negociado y nunca nos imaginamos que Fleming – a estas alturas – iba a cantar con los intereses e ignorar el capital.
Es penoso reportarlo pero el mismo New York Times compartió nuestras impresiones. El barítono Nathan Gunn fue un excelente Danilo, dueño de la parte y siempre tomando las decisiones atinadas. Tiene tablas , sabe moverse en el escenario como pocos, su ritmo escénico es envidiable y la voz continúa siendo un magnífico instrumento. Valencienne fue asignada a la soprano Kelli O’Hara, que nada tiene que hacer en obras como ésta. La voz es ordinaria y no oculta un nerviosismo como si estuviera contando cada uno de sus pasos. Su personalidad no contribuyó nada al buen desarrollo de la función. Dudo mucho que vuelva al Met. Estuvo mejor el tenor Alek Shrader como Camille de Rosillon. La voz es atractiva, con fuerte emisión de lírico y buenos agudos aunque apretó algunos de ellos. Tiene uno de los papeles más desafiantes y aprovechó la oportunidad, lástima que su compañera fue tan mediocre. Thomas Allen encarnó al Barón Mirko Zeta con toda la sabiduría de un cantante de infinita experiencia y gran simpatía. La escenografía de Julian Crouch lució, al igual que los trajes de William Ivey Long. En conclusión, distó mucho de ser una función especial para este arranque del año, y como suele pensarse, si no tienes el elenco, deja la obra en paz. Este es el triste caso de una viuda cuya alegría fue peor que cuestionable y muy aburrida.
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