La obra wagneriana en la cual el mar tiene una presencia constante es sin duda El holandés errante (1841). La leyenda del holandés errante, condenado a navegar eternamente, era bien conocida en el norte y el centro de Europa. Las consejas de marineros sobre barcos misteriosos abandonados por sus tripulaciones – epidemias, el ataque del escorbuto, agotamiento de las previsiones – coincidieron con el fin del mito del judío errante, convertido ahora en navegante, condenado a no morir y errar por toda la eternidad. En un país entonces de marinos, Holanda, por el sentimiento popular, acabó dando forma a la leyenda como cosa propia: la duración de las travesías en los siglos XVI a XVIII, lo arriesgado de aquellos viajes, los seres queridos desaparecidos en lejanos mares y tierras, las cartas traídas por otros barcos, las cuales muchas veces llegaban a destino cuando nadie había para recibirlas o estaba fría ya la mano de la que salieran. Decía el gran director de orquesta Felix Mottl que allí por donde se abra la partitura, salta el viento en la cara como lo es la omnipresencia del mar. El motivo musical más destacado y notorio es el del holandés con su barco.
Fuente: Ángel-Fernando Mayo, Wagner, Ediciones Península, Barcelona, 1998.
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