Por Francesco Milella.
Hace unos cuantos años, en el exitoso libro de los Guinnes World Records, popular antología de lo más extremo en el mundo, apareció un nombre que muy pocos imaginaban encontrar: junto a los rockeros más ricos, a los discos más vendidos de la historia, a los festivales más largos del mundo apareció, casi aplastado por tanta modernidad, el nombre de Georg Philipp Telemann (1681 – 1767), compositor barroco alemán. La razón de su presencia era la cantidad de música que en su larga vida había compuesto y, en gran parte, publicado. Telemann – nos cuenta el libro – es el compositor más prolífico con el que cuenta nuestra historia. Su catálogo de composiciones supera el de cualquier otro colega: más de mil cantatas religiosas y profanas, y seiscientas suites para orquesta o instrumentos, sin olvidar la infinita multitud de danzas, conciertos, oberturas, preludios, óperas, partitas, oratorios y composiciones para ocasiones especiales como cumpleaños, fiestas políticas y matrimonios.
Al contrario de lo que muchos podrían pensar, esta sensacional cantidad de obras representa un mundo musical absolutamente extraordinario, brillante, original, capaz de adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas modas, sin nunca perder su identidad y sin nunca caer en esa superficialidad o en esa rutina creativa que muchas veces aparece en otros compositores. La música de Telemann es, pues, un capítulo esencial no solo de la música barroca alemana, sino de toda nuestra historia; un capítulo que hoy, en ocasión de la celebración de los doscientos cincuenta años de su muerte, merece ser leído nuevamente.
Excluyendo dos breves viajes a París y a Polonia, Telemann trascurrió toda su larga vida en Alemania, moviéndose de ciudad en ciudad, desde su natal Magdeburgo hasta Hamburgo, Sorau, Frankfurt, Bayreuth, Darmstadt, Eisenach y Leipzig. En cada una de ellas, permaneciendo algunas veces varios meses y otras – cuando la suerte estaba de su lado – por años, fue capaz de dejar su propia huella y obtener los más altos reconocimientos por parte de los príncipes o de las autoridades locales: en Leipzig fue nombrado Musikdirektor de la Iglesia Nueva, donde fundó, en 1702, el Collegium Musicum del cual, veinticinco años después, su amigo Johann Sebastian Bach tomaría la dirección; en 1708 fue nombrado Kappellmeister de la Iglesia de los Franciscanos de Frankurt; en 1721 tomó el puesto de director musical de todas las actividades musicales de Hamburgo, entre 1723 y 1726 fue Kappellmeister en Bayreuth… Podríamos continuar citando los encargos menores que llenaron su larga carrera musical, pero muy poco añadirían al perfil de un compositor que ya de por sí nos resulta tan extraordinario.
Pero más allá de sus numerosos títulos, de sus records mundiales, de sus viajes por Alemania, lo que hace de Telemann una figura imprescindibile de la historia de la cultura es su música. La música de Telemann fue capaz de dominar y condicionar un siglo de historia sin romper esquemas ni obstaculizar su inevitable desarrollo. Sin nunca abandonar la estética barroca, su lenguaje musical, celebrado por su color brillante y expresivo, trató siempre de adaptarse a los cambios del tiempo, adquiriendo y metabolizando todos los estímulos que los diferentes contextos europeos le podían ofrecer. Su gran cultura, superior a la de muchos de los compositores de su época, su diversos viajes, su mente abierta y su generosidad artística hicieron lo demás, colocando a Telemann en un lugar especial en la historia.
Suites para orquesta
Magnificat Latín en Do major
Concerto Grosso para dos flautas y fagot en Si menor
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