De malabares, siestas y fallas de audio: Akhnaten en el Auditorio Nacional

He aquí la reseña de nuestro colaborador José Antonio Palafox, quien asistió a la proyección de Akhnaten en el Auditorio Nacional. Disfruten la lectura. Indice […]

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación agosto 4, 2020

He aquí la reseña de nuestro colaborador José Antonio Palafox, quien asistió a la proyección de Akhnaten en el Auditorio Nacional. Disfruten la lectura.

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La trilogía de Philip Glass

El pasado 23 de noviembre se proyectó en el Auditorio Nacional el estreno en el Met de Nueva York de Akhnaten (1983), ópera con que el compositor estadounidense Philip Glass concluyó su llamada “trilogía de los retratos” de grandes revolucionarios intelectuales: Albert Einstein, Mahatma Gandhi y el faraón monoteísta Amenofis IV (c. 1372 a.C-c. 1336 a.C), quien en el cuarto año de su reinado cambió su nombre por el de Akenatón para proclamar su veneración a la deidad solar Atón.

La expectativa creada por las impresionantes imágenes de Akhnaten mostradas en los avances de la temporada prometía una tarde llena de sorpresas, y vaya que las hubo. Lo primero que nos asombró fue la escasa audiencia. Glass es uno de los compositores vivos consentidos del público mexicano, y cada una de sus presentaciones en nuestro país registra llenos totales y localidades agotadas. Pero, tal vez debido al caos vial provocado en Reforma por el desfile navideño de Peppa Pig y sus secuaces, tal vez porque el respetable guardaba memoria de su desesperación ante las poco más de cinco horas que duró la mastodóntica Einstein on the Beach que se presentó en Bellas Artes en el 2012, lo cierto es que esta vez en el Auditorio Nacional hubo muchísimos asientos vacíos.

Propuesta visual de Phelim McDermott

Pero el público que no se dejó amedrentar ni por Peppa ni por Einstein ni porque antes de iniciar el espectáculo se advirtió que, debido a la naturaleza del libreto (que está en inglés, acadio, egipcio y hebreo bíblico) solo aparecería una mínima cantidad de subtítulos, estuvo ahí, dispuesto a deleitarse con esta nueva producción cortesía de Phelim McDermott, quien ya nos había dejado un mal sabor de boca el año pasado con una puesta en escena de Così fan tutte de Mozart donde imperó el mal gusto. Sin embargo, su propuesta visual para Akhnaten nos sorprendió agradablemente: desde las manchas de color abstractas que acompañan el extenso preludio y tras las que solo podemos atisbar siluetas desplazándose detrás del telón, hasta la última imagen de Akenatón, Nefertiti y la reina Tiy tomados de las manos en el epílogo, la puesta en escena destacó por su inteligente uso del espacio escénico —por momentos dividido verticalmente en tres niveles donde los personajes se desplazaban de costado dando la impresión de ser jeroglíficos vivientes, por momentos desarrollando simultáneamente acciones del presente y el pasado en un mismo plano—, siempre con el mínimo de elementos: una enorme balanza, un gigantesco sol que cambiaba paulatinamente de color, un rectángulo blanco que aparecía esporádicamente para enfatizar alguna acción o imagen, todo aderezado con una elegante iluminación que crea una atmósfera fascinante por la que, ataviados con una ecléctica mezcla de vestuarios (donde hubo desde sencillas túnicas y típicos tocados egipcios hasta un ostentoso vestido de corte isabelino con caras de muñecas de plástico en los hombros y un gentleman del siglo XIX con un cráneo incrustado en su sombrero de copa), deambulan los personajes moviéndose lentamente, como si estuvieran tratando de abrirse paso entre las espesas brumas del tiempo… y entre los abundantes malabarismos con que McDermott llenó prácticamente toda la ópera.

Y es que, tomando como base el hecho histórico de que en el Antiguo Egipto ya había juegos malabares y la relación meramente personal que estableció entre el movimiento repetitivo de las pelotas que lanzan al aire estos artistas y la repetición de las frases musicales en la música de Philip Glass, al director de escena inglés se le ocurrió establecer un paralelismo malabares-partitura, para lo que reclutó a una troupe de malabaristas que, enfundados en llamativos leotardos que semejaban la reseca tierra del desierto, aparecían a la menor provocación y en los momentos menos esperados para dedicarse a lanzar al aire pelotas y clavas. Al principio el efecto fue de curiosidad e interés, pero después de la enésima intervención el asunto ya resultaba francamente chocante, y más porque un camarógrafo del Met, que al parecer tiene dotes adivinatorias o muy mala leche, siempre ponía en cuadro justo el momento en que algún malabarista erraba la rutina y su clava caía estrepitosamente al suelo.

En esta ocasión, la dirección de la orquesta del Met (menos los violines, porque Glass prescinde de ellos en Akhnaten) corrió a cargo de Karen Kamensek, quien hizo una lectura de la partitura realmente impecable, cálida y precisa, sin caer en la rigidez. El sonido de las percusiones parecía hacernos partícipes de un ritual primigenio cuando, de pronto, la celesta nos trasladaba a un estado de ensoñación y luego las violas y las campanas tubulares nos hablaban de un Egipto majestuoso y ya desaparecido… Como única referencia tenemos la grabación de 1987, donde la Orquesta de la Ópera Estatal de Stuttgart es dirigida por Dennis Russell Davies, pero podemos afirmar que la interpretación de Kamensek destacó por su fluidez y colorido sonoro.

En el aspecto vocal, la elección de un contratenor (del que vulgarmente se dice que tiene “voz de mujer en cuerpo de hombre”) por parte de Philip Glass para dar vida al faraón Akenatón no es gratuita: las estatuas que se conocen del monarca presentan a un curioso personaje de cuerpo delgado, amplias caderas y pequeños pechos que han hecho a los estudiosos sugerir un caso de androginia. Y en esta ocasión el reconocido contratenor estadounidense Anthony Roth Constanzo (ganador del concurso Operalia 2012, nominado al Grammy en 2019 y presencia frecuente en las principales casas de ópera a nivel internacional) hizo entrega de un protagónico inolvidable, tanto vocal como actoralmente: menudito, delgado y con todo el cuerpo depilado, el cantante aunó un aspecto frágil y vulnerable con una insondable mirada que transmitía un aura de poder poco menos que divino y que la mente del faraón estaba llena de ideas y pensamientos más allá del entendimiento común. Y aunque la partitura de Glass no exige temerarias alturas a sus solistas, la voz de Anthony Roth Constanzo, suave y con una tonalidad impecable, resultó una verdadera delicia, sobre todo al final del segundo acto, cuando canta su extenso y bello himno a Atón.

Salvo Amenofis III, padre de Akenatón y —en cierta forma— hilo conductor de la ópera, del que hablaremos en un momento, el resto de los protagonistas se limita a cantar breves ráfagas de vocalizaciones y textos en acadio, egipcio o hebreo. Nefertiti, la esposa de Akenatón, fue encarnada estupendamente por la carismática mezzosoprano J’Nai Bridges. Su voz tiene cuerpo y un interesante tono oscuro que nos hace desear escucharla en papeles mucho más extensos. Por su parte, la radiante soprano Dísella Lárusdóttir interpretó a la discreta reina Tiy, madre de Akenatón; el barítono Will Liverman dio vida al general Horemheb; Aye, el padre de Nefertiti, fue intepretado por el bajo Richard Bernstein y el tenor Aaron Blake dio vida al sumo sacerdote de Amón. Pero especialmente imponente resultó el enorme bajo (no es broma, el hombre mide 1.98 metros) Zachary James como Amenofis III, único papel recitado de Akhenaten. Desde su invocación inicial, la sobrecogedora intensidad con que James sazonó todas sus intervenciones fue como para conmover hasta a las piedras. Destacable también su breve y simpática intervención como el profesor que, al final del tercer acto, explica historia de Egipto a un grupo de aburridos estudiantes.

Pero más aburridos que los estudiantes estaban, al parecer, muchos espectadores entre el público del Auditorio Nacional. Si de por sí éramos pocos, después de cada intermedio regresábamos menos. Había momentos en que todo era hondo silencio del lado de las butacas… y de pronto se escuchaba el golpe de algún teléfono celular al dar contra el suelo y se veía la silueta de la persona que interrumpía ¿la siesta? ¿el trance provocado por la música? y se agachaba a recogerlo. Pero el colmo llegó en el momento en que Akenatón y Nefertiti se declaran (en egipcio) su mutuo amor: tan hermoso y delicado dueto se vio hecho pedazos por un teléfono que empezó a sonar a todo volumen. Su propietario debió estar profundamente dormido, porque los segundos pasaban y el mentado aparato seguía sonando. Cabezas volteaban por doquier y, sospechamos, el dueño del celular ya estaba despierto pero ahora le daba pena ser identificado, así que prefirió esperar a que la persona que le estaba marcando dejara de hacerlo. Por fin, casi medio minuto después, el teléfono dejó de sonar. En contubernio con el dueño del celular escandaloso, la transmisión del audio decidió fallar tan frecuentemente como le fuera posible, con lo que cada diez o quince minutos había un molesto tartajeo en las bocinas que daba al traste con la hipnótica atmósfera sonora.

Y con todo, a pesar de la invasión de malabaristas, la falta de subtítulos, la gente que se niega a silenciar su celular y las fallas técnicas, se trató de un espectáculo majestuoso digno de recordarse durante mucho tiempo. Esperemos que igual de impresionante sea Wozzeck, en enero.

Jose Antonio Palafox
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