Madama Butterfly: el accidentado vuelo de una mariposa en el Auditorio Nacional

El pasado sábado 9 de noviembre, una gran afluencia de público se dio cita en el Auditorio Nacional para estrujar el corazón con el malhadado amor de la frágil geisha Cio-Cio San.

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación noviembre 13, 2019

por José Antonio Palafox

El pasado sábado 9 de noviembre, una gran afluencia de público se dio cita en el Auditorio Nacional para estrujar el corazón con el malhadado amor de la frágil geisha Cio-Cio San por el inmaduro teniente de la marina estadounidense Benjamin Franklin Pinkerton en Madama Butterfly, no solo una de las obras maestras de Giacomo Puccini, sino también una de las óperas más queridas por el respetable, que se proyectó en vivo como parte del programa HD Live del Met de Nueva York.

Sin embargo, lo que pudo ser un espectáculo soberbio y apasionante terminó siendo una representación irregular bastante alejada de la meticulosidad técnica y artística que el Met suele ofrecer. La producción, creada hace 13 años por el fallecido cineasta británico Anthony Minghella (1954-2008), sigue siendo un festín visual que podemos contemplar muchas veces sin dejar de asombrarnos con su belleza de corte poco menos que abstracto, con su fondo rectangular que va cambiando de color según avanza la historia y sobre el que se recortan las siluetas de los personajes, reflejadas al mismo tiempo en un enorme espejo que pende sobre sus cabezas. Los coloridos vestuarios con sus kilométricos cinturones, las clásicas lámparas japonesas que se desplazan por el escenario, las grullas de papel que revolotean sobre el cielo nocturno y las marionetas de teatro bunraku son también algo para recordar durante mucho tiempo.

Otro disfrutable acierto fue la dirección orquestal del maestro Pier Giorgio Morandi, gentil, elegante y apasionada. Si bien no arriesgó una lectura innovadora o propositiva de la partitura de Puccini, bajo su batuta la orquesta del Met sonó, digamos, “a vieja escuela”. La delicada intensidad que ofrecieron las cuerdas nos hizo recordar al mejor Nino Rota, y la majestuosidad de los tutti nos trajo a la mente al Herbert von Karajan de la década de 1970. Por su parte, la participación del coro alcanzó un nivel sobresaliente en el tierno y doloroso coro a boca chiusa con que termina la primera parte del segundo acto.

Pero, aunque en cuanto al aspecto visual y la dirección orquestal no hubo nada que reprochar, desafortunadamente hubo otros detalles que impidieron el vuelo perfecto de esta mariposa. La soprano china Hui He, menudita, de simpática presencia y con una voz sobremanera dramática y poderosísima que llegó a poner en problemas a su compañero en el extenso y conmovedor dúo Vogliatemi bene, encarnó a Cio-Cio San con una sobrecogedora pasión actoral que no dejó duda sobre el intenso sufrimiento que vive la protagonista una vez que comprende que su amor no significó nada para Pinkerton. De igual modo, la progresión de su voz resultó admirable: al principio cálida y luminosa, se fue impregnando gradualmente de un inquietante tono triste y obscuro que auguraba el trágico fin de la que es, tal vez, la heroína más lastimada de Puccini. Por su parte, Suzuki, la fiel sirvienta de Cio-Cio San, fue encarnada acertadamente por la mezzosoprano estadounidense Elizabeth DeShong con singular energía vocal y vívidos gestos actorales que acentuaban la empatía para con la desdichada madama Butterfly.

En cuanto a B. F. Pinkerton, el ¿protagonista?, ¿antagonista? que solo aparece en el primer acto y en los últimos momentos del segundo, originalmente iba a ser cantado por el tenor italiano Andrea Carè, quien se reportó enfermo y fue sustituido en el último momento por el tenor estadounidense Bruce Sledge, quien hizo así su debut en el proyecto Live in HD. Tal vez a eso se debió que, visiblemente nervioso, el Pinkerton de esta representación se la pasara dirigiendo repetidamente la mirada al apuntador durante todo el primer acto. Afortunadamente, su desempeño vocal —un tanto plano y desubicado en los primeros minutos— fue de menos a más y no tardó mucho en encontrarse a sus anchas, luciendo un timbre bello y cristalino al que, sin embargo, le faltó fuerza en el demoledor último instante de esta ópera: los tres desesperados gritos con que este Pinkerton llamó a su Butterfly sonaron tibios, educados y formales, no desgarradores, lo cual dio al traste con un cuadro que, se supone, debe dejar al espectador con la sangre helada. Sharpless, el cónsul estadounidense que es impotente testigo de la desgracia que se teje por culpa de la veleidad de Pinkerton, fue interpretado por el barítono brasileño Paulo Szot, quien mostró carisma y una agradable presencia escénica pero un desempeño vocal muy pobre, sucio y carente de colorido, con notorios e inútiles esfuerzos por alcanzar las alturas vocales de sus compañeros.

Por si fuera poco, una inexplicablemente torpe dirección de cámaras (que incluyó absurdos paneos, brutales ajustes de encuadre y hasta una toma en que, al parecer, el camarógrafo se quedó dormido porque de pronto la imagen se deslizó hacia abajo para dejarnos ver solo el movimiento de los pies de los personajes en el escenario) hizo que más de un momento resultara molesto o desconcertante. Para rematar, en esta ocasión la transmisión tuvo alguna falla que hizo lucir la imagen como copia pirata de copia pirata de copia pirata de un DVD pirata, sobre todo en las abundantes escenas donde el fondo del escenario es de color negro. ¿Y qué pasó con la esperada y famosísima aria Un bel dì vedremo?, se preguntará el amable lector que haya llegado hasta este punto. Pues nada: en el Auditorio Nacional, apenas escucharse los primeros acordes, empezaron a surgir por aquí y por allá indiscretas voces tarareando la melodía y los consiguientes “¡Shhh!” instando al silencio. Una vez restablecido el orden, pudimos disfrutar a Hui He haciendo una verdadera creación personal de esta bellísima aria, tomándose su tiempo entre frase y frase y llenando de sensibilidad y sentimiento cada palabra hasta que, ¡oh, desgracia!, en el momento culminante en que la orquesta interviene con toda la pasión posible, las bocinas de la sala emitieron un discreto ruidito y empezaron a sonar como si les hubieran colocado encima una inmensa almohada. Justo cuando terminó el sublime arrebato orquestal, todo volvió a la normalidad. Suponemos que el error técnico fue de este lado, porque allá, en el Met, el público brindo una calurosa ovación a Hui He, mientras que aquí tuvimos que quedarnos con el chasco. Ni hablar.

Jose Antonio Palafox
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