Por Francesco Milella
Nuestro viaje a través del mundo barroco francés sería definitivamente incompleto si ignoraramos uno de los instrumentos más importantes de esta época, un instrumento que, gracias a su timbre sólido y delicado, con su amable color metálico, logró conquistar (muchos amantes del piano prefieren usar el verbo “contagiar”) toda Europa, desde Lisboa hasta Moscú, transformándose en el representante más famoso de la música barroca, imagen que sigue mantendiendo hoy para todos los amantes de la música. Muchos de ustedes ya han de haber adivinado de qué instrumento estamos hablando: se trata del clavecín.
Madrid, Roma, Milán, Venecia, Berlín, Nápoles, Amsterdam: todos los grandes centros musicales europeos habían desarrollado un propio y auténtico lenguaje musical para el clavecín adaptándolo a sus propias exigencias estéticas y prácticas, fuera una danza en la corte española, una sonata veneciana o una reunión musical en casa de un rico mercader holandés. Obviamente Francia no quedó fuera de la moda dominante del clavecín llegando a concebir en pocas décadas un lenguaje musical totalmente diferente de los otros.
El clavecín comenzó su largo camino en las tierras de Francia con Jacques Champion de Chambonnières (1601-1672) y luego con Louis Couperin (1626-1661) quien, en 1650 entrará como clavecinista y organista en la Corte. Este último, abrió las puertas a todos sus descendientes, hasta llegar a su célebre sobrino Francois, conocido como Le Grand, no solamente para distinguirlo de su tío sino por su posición dominante como clavecinista en la enorme familia Couperin y en toda Francia.
Francois Couperin nace en París en 1668, estudió con su padre organista en la iglesia de Saint-Gervais y en 1689 ocupó su lugar. Cuatro años después, tras la muerte de Jacques-Denis Tomelis, Francois entra a corte como organista del Rey: desde este momento en adelante la carrera profesional de Francois Couperin lo llevará a ser uno de los músicos favoritos del Rey Luis XV y de toda la corte, fama que lo acompañará hasta su muerte en 1733.
“Couperin es el más poético de todos nuestros clavecinistas, cuya tierna melancolía parece el adorable eco que aparece en el fondo misterioso de los paisajes donde se entristecen los personajes de Watteau”. Dos palabras de esta fascinante y a la vez críptica frase, con la cual Claude Debussy expresó en 1915 su total admiración hacia este compositor, llaman particularmente la atención: “tierna melancolía”. Una expresión que encierra perfectamente las caracterísiticas de la música de Francois Couperin.
Eliminando totalmente el extremo virtuosismo italiano de Frescobaldi y Scarlatti, así como la severa espiritualidad de la escuela alemana, Francois Couperin elabora una estética musical profundamente francesa pero al mismo tiempo totalmente personal, donde la intimidad, la discreción y el tenue color melancólico no son una simple consecuencia del timbre del clavecín sino el resultado de una madura visión y reflexión artística.
La música de Couperin, compositor que de hecho nunca se acercó a la ópera, vive en una constante relación con el teatro, con la dramaturgia. Nos ofrece, con su tono familiar y casi reservado, delicados y exquisitos momentos teatrales, pequeños mundos musicales de impecable factura, perfectos tanto en la estructura como en los más pequeños detalles. En su constancia rítmica y melódica, en su imperturbable belleza, estos mundos nos ofrecen una hermosa teatralidad hecha de pequeños gestos, elegantes juegos y amables modulaciones armónicas, en un equilibrio constante entre alegría y reflexión, entre energía y silencio, entre placer y melancolía.
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