por Francesco Milella
No es cierto. El estreno de la temporada de la Scala, el momento más esperado en el mundo de la ópera, no fue un triunfo como dicen todos los grandes periódicos italianos e internacionales. Claro, las cosas podían ir peor, pero ni los sindicatos con sus constantes protestas antes del espectáculo, ni el ISIS con sus terroristas ni mucho menos el público con sus abucheos (a veces más dolorosos que una bomba) atacaron al máximo teatro italiano antes y después de la Giovanna d’Arco de Giuseppe Verdi. ¿Entonces?
Antes que nada, los hechos. Termina la ópera. Muchos aplausos (merecidos) para el director Riccardo Chailly, recién votado como mejor director del mundo, quien tuvo el mérito de transformar una de las peores partituras de Verdi en una ópera soportable y a ratos incluso interesante. Aplausos para la protagonista Anna Netrebko, voz imponente y amplia, y para Francesco Meli, quien interpretó positivamente a Carlo VII. Pocos, muy pocos aplausos para la pareja de directores de escena franceses – Moshe Leiser y Patrice Caurier – culpables (como muchos de sus colegas) de haber transformado la ópera de Verdi (y el mediocre libreto de Solera) en una sesión de psicoanálisis.
En fin, se cierra el telón. Todos se preparan para salir a la escena para recibir (posiblemente) los aplausos. Pero algo pasa fuera del escenario, algo que nadie en la sala pudo escuchar. Chailly se topa con Moshe Leiser quien, en inglés, le dice “I’m here Maestro. Congratulations!”. Todo parece ir bien: después de unos segundos de silencio se oye un grito de Leiser en contra de Chailly “Asshole!”. Pasan otros pocos segundos y, dudando que ciertas finuras inglesas no se conozcan en tierras italianas, Leiser continúa “Stronzo di merda!” (traducible literalmente como “pedazo de m..”). Chailly, en silencio, se retira a su camarín.
Al día siguiente la noticia, con el video grabado por las cámaras del teatro, aparece en todos los medios, acompañada por las habituales interpretaciones de periodistas y críticos. La verdad de los hechos resultó clara pocos días después, cuando empezaron a circular noticias sobre una tensión muy fuerte entre Chailly y los dos directores, desde los primeros ensayos de la ópera, tensión que evidentemente explotó el día del estreno. Chailly no compartió la visión demasiado psicológica y abstracta que los directores quisieron dar de la protagonista, llegando incluso (eso dicen) a prohibir en la escena momentos de sexo homosexual que en la interpretación de Leiser y Caurier eran fundamentales.
“Culpa del excesivo poder de la lobby gay!”-“Chailly homofóbico!”. Más allá de estas ridículas y absurdas expresiones, Chailly y la pareja Leiser-Caurier encarnaron, de forma muy violenta, la eterna pelea entre música y escena. ¿Es la partitura la que tiene que dejar el espacio a la escena y a las exigencias del teatro, o, por el contrario, es el teatro el que tiene que moverse dentro de los límites y los vínculos que impone la música?
Discusión fascinante. Lástima que la Scala la haya experimentado de forma tan violenta.
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