Pocos discos fueron capaces de cambiar nuestra percepción de la música como la exitosa antología de cantos gregorianos interpretados por los monjes del Monasterio Benedictino de Santo Domingo de Silos que EMI presentó en los años ochentas. En tan solo unos meses el disco entró en la “top ten” mundial rebasando los más populares productos discográficos de esos años. Su serie de melodías gregorianas habían cautivado la atención y la curiosidad de millones de personas abriendo las puertas de la modernidad a uno de los lenguajes musicales más longevos y fascinantes de la historia.
La tradición o, más bien, el mito, cuenta de una paloma, encarnación del Espíritu Santo, que sugirió al oído del Papa Gregorio (590-604 d.C.) las melodías que cobrarían vida a través de lo que muy pronto se conocería como canto gregoriano, una música directamente compuesta por la más alta de las figuras teológicas, una música cuyo mensaje, fuerza y belleza serían capaces de dominar el mundo cristiano e imponer la definitiva voluntad de Roma en toda Europa, en sus iglesias y en sus castillos.
El canto gregoriano, inédito instrumento de fe, fue – antes que nada – una poderosa arma política y como tal fue fomentada y desarrollada. Nacida probablemente entre los siglos V y VI en Roma, la melodía gregoriana adquiere su forma definitiva a partir del siglo IX, durante el apogeo de la dinastía carolingia y, precisamente, con el rey franco Pipino. En 785 Pipino es llamado por el Papa Esteban II para proteger Roma de los longobardos, quienes habían rodeado todas las regiones cercanas. Peró más allá de su intención política y militar, esta relación entre Roma y París desencadenó un intenso diálogo cultural: numerosos intelectuales comenzaron a viajar entre las dos ciudades cargando con libros, antifonarios y técnicas artísticas. Y así la tradición musical romana, con su liturgia, sus técnicas y sus antifonarios, aumentó su presencia en París y en los monasterios franceses hasta la llegada de Carlomagno, nieto de Pipino e hijo de Pipino el Breve.
Coronado emperador del Imperio Sacro Romano por el Papa León III la noche de Navidad del 800 d.C., Carlomagno dio inicio a un momento de extraordinario crecimiento cultural desde la capital Aquisgrán: cada manifestación artística tenía que ser una digna y noble representante de la Iglesia de Roma, respetando su dogma y su liturgia. Sacro Imperio Romano: el nombre no podía ser más claro. La dominación carolingia en las regiones centrales de Europa (desde Milán hasta Dinamarca) no era solamente una continuación del Imperio Romano, sino también su sacralización, su transformación en una entidad espiritual a través de la iglesia romana. De esta forma Carlomagno obtenía la protección del Papa y, al mismo tiempo, garantizaba eternidad y fuerza a su imperio, poderoso y sagrado.
Por todo el siglo IX Aquisgrán fue, junto a Roma, el centro de Europa: en sus palacios, en sus iglesias confluían intelectuales y teólogos de diferentes regiones que enriquecían considerablemente los diálogos culturales. La música, como todas las otras artes, vivió un momento de inesperada gloria: los efectos de lo que hoy se conoce como el Renacimiento Carolingio se reflejaron con fascinante belleza en el canto gregoriano, en su desarrollo técnico e interpretativo. Lo que en Roma era un canto llano, aparentemente simple y monódico, en la corte de Carlomagno se transformó en un lenguaje musical de inesperada elegancia: nuevos textos se sumaron a nuevas melodías cada vez más virtuosísticas y elaboradas. Siendo tan fuerte la relación entre liturgia y música, estos cambios terminaron obviamente por alterar el espíritu comunitario de las primeras misas romanas: la comunidad, corazón de las primeras comunidades de cristianos, ya no era capaz de ejecutar las nuevas y elaboradas melodías gregorianas. Ahora era la schola, es decir la asamblea de los celebrantes, que celebraba y cantaba al mismo tiempo.
Cuando este breve Renacimiento terminó, dejó en toda Europa un tremendo vacío. El nivel alcanzado por la música durante los años de Carlomagno difícilmente podía ser superado por las generaciones futuras. La perfección creativa e interpretativa era insuperable: a partir de los siglos X y XI, con el inicio del nuevo milenio, la música medieval comenzó a buscar nuevos caminos para desarrollarse plenamente y responder a las nuevas exigencias de la Iglesia de Roma y de su poder cada vez más extenso. Un primer camino fue la variación en el uso de la monodia, la única técnica conocida hasta ese entonces, a través de de sequentiae y tropi, breves textos que extendían la liturgia tradicional. El segundo camino fue aún más revolucionario, ya que terminó cambiando los destinos de todo el mundo musical: la polifonía.
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