Kyrie Eleison: los inicios del Canto Gregoriano

Por Francesco Milella Kyrie Eleison, Alleluja, Amén: desde que éramos niños aprendimos a repetir mecánicamente estas y muchas otras palabras  como parte fundamental del rito […]

Por Francesco Milella Última Modificación marzo 18, 2019

Por Francesco Milella

Kyrie Eleison, Alleluja, Amén: desde que éramos niños aprendimos a repetir mecánicamente estas y muchas otras palabras  como parte fundamental del rito religioso que hoy se conoce como misa. Nunca entendimos muy bien su significado, pero siempre fuimos suficientemente lúcidos para captar que, detrás de esos sonidos tan exóticos, se escondía un significado misterioso capaz de unir a enteras comunidades de diferente edad, sexo y cultura. Eran (y siguen siendo) palabras mágicas capaces de marcar el tiempo de un ritual que por siglos y siglos se había repetido sin admitir variaciones, desde su lejano origen. Pero lo que más nos tiene que sorprender ahora no es tanto su valor espiritual, sobre el cual ya mucho se ha dicho y argumentado,  sino su historia, una historia que merece ser contada ya que marca un capítulo fundamental de nuestra música.

En el último capítulo vimos cómo los primeros cristianos se fueron lentamente organizando de forma más estructurada y sólida, gracias al apoyo de un Imperio Romano siglo tras siglo más abierto y tolerante. Desde Siria hasta España pasando por Italia, Francia y Alemania: a partir del siglo IV d. C. la fe cristiana se fue difundiendo en todo el mundo alrededor del Mar Mediterráneo; se crearon comunidades religiosas autónomas con sus reglas y ritos heredados de las culturas y las tradiciones de su región. Tradiciones armenas comenzaron a dialogar con las siríacas, costumbres judías y mozarábes se mezclaron con las romanas creando un panorama cultural y religioso heterogéneo y fascinante, pero demasiado caótico para poder constituir una base suficientemente sólida que permitiera la formación de una nueva fe universal. De todas las iglesias del mundo mediterráneo, Roma terminó siendo la más importante y poderosa, el centro de la cristiandad.

La Iglesia de Roma sabía que, frente a un panorama tan complejo y heterogéneo, para garantizar la sobrevivencia de una religión, ahora pilar del nuevo mundo medieval, era necesario establecer reglas que fueran respetadas por todas las comunidades. Antes que nada, había que poner orden en la Liturgia Eucarística, es decir en la celebración de la Misa. Sus partes fueron definitivamente divididas en: móviles (Introiutus, Epistula, Graduale, Tractus, Evangelium, Offertirium, Secreta, Communio y Postcommunio), que cambiaban cada día en relación al momento del año y a las conmemoraciones religiosas, e inmóviles (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei), que se repetían cada día del año sin variaciones. Así se constituyó la estructura que hoy todos conocemos. Junto a la Misa, fue cambiando también la Liturgia de las Horas, que consistía en una larga serie de oficios correspondientes a cada momento del día: antífonas, oraciones, responsorios, salmos e himnos fueron lentamente adquiriendo su forma definitiva bajo el rígido, y cada vez más poderoso, control de Roma.

Pero su control no se limitó a establecer nuevos ritos y definir su estructura: todas las distintas liturgias, que hasta ese momento se habían formado en todo el mundo mediterráneo, habían desarrollado su propio lenguaje musical, un lenguaje que Roma pretendía homologar. Cada comunidad, desde el norte de África hasta Alemania, no solamente tenía que celebrar la liturgia siguiendo las normas preestablecidas, sino que, además, tenía que ejecutar los cantos que la acompañaban con el mismo estilo. El canto podía ser de tres tipos: silábico (a cada sílaba corresponde una nota), neumático (a cada sílaba corresponden dos o tres notas) o melismático (a cada sílaba corresponde una fórmula melódica más amplia). Los intérpretes se dividían en dos categorías: el solista (el celebrante) y la schola o asamblea (la comunidad de creyentes). Entre ellos podían dialogar siguiendo tres posibilidades: la ejecución directa (cada uno ejecutaba sus cantos sin interferir el uno con el otro), responsorial (al canto del solista contesta la schola) y antifonal (la schola, es decir el coro, y el solista se dividen en dos partes distintas alternándose en la ejecución). Todas estas reglas, en sus distintas combinaciones, comenzaron pronto a tener efectos evidentes en toda la cristiandad europea. A partir del VI siglo d. C. una nueva música inició a surgir no solo como mecanismo litúrgico y espiritual, sino también como instrumento de poder y consolidación de la cultura cristiana: el canto gregoriano.

Francesco Milella
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