por Luis Pérez Santoja
No hay nada tan estúpido, tan duro, tan lleno de ira
que la música no pudiera cambiar.
El hombre que no tiene música dentro de sí mismo
ni se conmueve con la armonía de sus dulces sonidos
es apto para traiciones, estratagemas y maldades.
Los movimientos de su espíritu son sordos como la noche
y sus sentimientos tenebrosos como Erebo
Que nadie confíe en un hombre así.
¡Escuchemos la música!
Shakespeare, El mercader de Venecia
Este año el mundo de las letras y la cultura celebra los 450 años del nacimiento de William Shakespeare, o como sea que se llamara el autor que escribió ese maravilloso caudal de obras dramáticas y sonetos que se le atribuyen. “Una rosa, bajo cualquier otro nombre, tendría el mismo dulce olor”, dice Shakespeare, y no debe importarnos si el verdadero creador fue alguno de sus contemporáneos (Ben Jonson, Marlowe) o un grupo de escritores; ese conjunto de personajes y circunstancias escénicas —reflejos de la vida y del hombre en toda su dimensión— reunidas en un todo son la creación más completa e intensa de la literatura (¿Homero? ¿Cervantes? ¿Dickens, Tolstoi? ¿Proust?). No importa la identidad que la concibió. Cuando se aborda el inconmensurable universo de William Shakespeare, descubrimos que, para él, la música era un arte trascendental, y como tal la menciona continuamente y desarrolla sobre ella ideas poéticas y filosóficas.
Esta introducción debe considerarse en dos conceptos: “La música de Shakespeare”, que refiere a la música de su tiempo, las canciones o piezas musicales que Shakespeare escuchaba y que cita en sus obras, casi siempre interpretadas por algún personaje; también son aquellas que él “creó”, con su propia y poética letra, para ser cantadas con las melodías conocidas del momento a la manera de esas letras satíricas que hoy se cantan con la música de una pieza popular; llegó a suceder que, aun sin adjudicarles alguna melodía específica, un compositor contemporáneo musicalizara alguna de sus letras, pero no quedan vestigios comprobables de ellas. Y, por supuesto, hay buen número de canciones y piezas instrumentales que los compositores componían para una obra del momento.
“La música para Shakespeare”, por su parte, hoy excede este contexto por prolífica y variada: implica la música compuesta por diversos compositores, algunos casi contemporáneos suyos, otros a partir de él, para ser interpretada en representaciones de sus obras, es decir, las primeras partituras “incidentales” (como se les llamó después en el argot musical y teatral). Este tipo de música persistió en el tiempo y alcanzó gran auge en el siglo XIX y buena parte del XX, aunque en este devino en un nuevo género hermano: la música para cine, que acompañó infinidad de versiones cinematográficas sobre obras de Shakespeare —alrededor de ¡250 películas!, desde el cine mudo, claro. ¿Podríamos imaginar más de 60 filmes sobre Hamlet?
A esta relación debemos añadir la llamada música clásica, en sus diversos géneros como óperas y obras sinfónicas, pero también canciones y música de cámara, inspiradas en obras y personajes shakespeareanos.
El resultado final sería abrumadoramente inagotable e inabordable.
Comentarios