Por José Antonio Palafox
Nos encontramos en la Inglaterra del siglo XVII, enfrascada en la cruenta lucha civil entre los realistas (partidarios de la dinastía Estuardo) y los puritanos (encabezados por Oliver Cromwell). Es en ese marco que se desarrolla la tormentosa historia de amor entre Arthur Talbot (fiel realista) y Elvira (hija de lord Gualterio Walton, uno de los principales líderes puritanos). A pesar de haber prometido la mano de Elvira a sir Riccardo Forth (un importante coronel puritano que, aún sabiendo que no es correspondido, ama profundamente a la joven), Gualterio –aconsejado por Giorgio, su hermano- decide no sacrificar la felicidad de su hija y la entrega en matrimonio a Arthur, a pesar de que éste pertenece al bando enemigo.
Arthur llega al castillo de Walton para celebrar sus nupcias, pero una vez ahí se percata de que la mismísima reina Enriqueta, viuda del rey Carlos I, se encuentra prisionera entre sus muros. Aún a costa de perder su vida y el amor de Elvira, Arthur se las ingenia para ayudar a escapar a la reina. Pero Riccardo descubre el plan y se da cuenta de que ahora tiene el destino de Elvira y Arthur en sus manos…
Es así como inicia la ópera Los puritanos, última obra de Vincenzo Bellini (1801-1835) y una de sus mejores composiciones. Pocas veces representada en nuestro país (la última vez fue hace 36 años), en esta ocasión se ofrecen cinco representaciones en el Palacio de Bellas Artes, de las cuales la primera tuvo lugar el pasado 22 de mayo en el Palacio de Bellas Artes y es la que reseñamos en esta ocasión.
Atractivo resultó no solo el hecho de que se desempolvara esta gran ópera, sino que el elenco fuera encabezado por el espléndido tenor veracruzano Javier Camarena, quien actualmente se encuentra en uno de sus mejores momentos y cosecha triunfo tras triunfo alrededor del mundo. Razones más que suficientes para que el Palacio de Bellas Artes estuviera lleno hasta el tope. El telón se abrió y dio inicio Los puritanos, pero se podía sentir en el ambiente que lo que el público estaba esperando con ansia era la aparición de Javier Camarena. La ópera avanzaba y la expectante tensión casi podía cortarse con cuchillo. De pronto, a la mitad del primer acto, los heraldos anuncian que al castillo de Walton ha llegado Arthur Talbot: Javier Camarena salió a escena, y poco faltó para que la obra se viese interrumpida por los vítores de la concurrencia. Afortunadamente, todos supimos contenernos y dejar que el tenor hiciera –como era de esperarse- maravillas con su privilegiada voz y nos entregase un Arthur Talbot realmente inolvidable. Cada una de sus intervenciones a lo largo de la ópera fue soberbia, y los fuertes aplausos y vítores rindieron justo tributo al cantante. Al final de la obra, gritos rayanos en la histeria, ovaciones de pie y muchos más aplausos: un triunfo más de ese excepcional cantante que es Javier Camarena.
(En este punto hacemos una breve interrupción para recordar al amable lector que los días 24 y 31 de mayo Javier Camarena será sustituido en el papel de Arthur Talbot por el tenor italiano Alessandro Luciano).
Por su parte, la soprano Leticia de Altamirano, quien encarnó a Elvira, comenzó su intervención de manera un tanto nerviosa y apresurada. Su voz, demasiado gentil y respetuosa para con su entorno, era por momentos opacada por la orquesta. Tuvimos la impresión de que la cantante reservaba su energía para los momentos de desarrollo vocal más difíciles, como el hermoso dúo de amor entre Elvira y Arthur en el tercer acto. En esos momentos hizo gala de todas sus habilidades, pero sin arriesgarse a dar más de lo estrictamente necesario para sacar adelante el personaje. Al final, su Elvira resultó simplemente correcta.
Distinto caso el del barítono Armando Piña, quien con su poderosa y bien modulada voz –así como con su gran presencia escénica- hizo entrega de un espléndido Riccardo Forth.
A su vez, el veterano bajo Rosendo Flores ofreció un sir Giorgio Walton poco inspirado y bastante desangelado. Al igual que sucedió con Leticia de Altamirano, en los recitativos su voz terminaba siendo opacada por la orquesta. Tuvo problemas para salir adelante en su dúo con Riccardo, y solo en un par de momentos lució como antaño solía.
A pesar de que su personaje aparece muy brevemente, la mezzosoprano alemana Isabel Stüber Malagamba nos brindó una reina Enriqueta impecable y con gran presencia.
Mención aparte merecen el Coro y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes (dirigido el primero por Christian Gohmer y la segunda por Srba Dinic), que tuvieron una participación sobresaliente. Dinic ofreció una vigorosa e impecable interpretación de la partitura de Bellini, alejándose totalmente de las esquemáticas lecturas “clásicas” y desarrollando un meticuloso estudio de los detalles sonoros que generalmente son pasados por alto.
La escenografía (a cargo de Luis Manuel Aguilar, “El mosco”) consistió en un único escenario bastante en deuda con las pinturas de abadías en ruinas del paisajista romántico Caspar David Friedrich. Distribuidos entre los derruidos arcos de piedra, unos cuantos elementos simbólicos indicaban dónde se llevaba a cabo la acción. Por su parte, la iluminación fue muy esquemática, poco propositiva y carente de objetivo dramático.
Finalmente, cabe mencionar el desconcertante diseño de vestuario: prácticamente todos los personajes estaban vestidos con coloridas ropas que lanzaban destellos al menor movimiento y que parecían extraídas de las películas “de princesas” de la casa Disney. Además, por alguna delirante razón que no terminamos de explicarnos, mezclados entre el coro aparecían tres improbables personajes: un campesino ruso (sin su gorra característica), una especie de místico (también ruso) de larga cabellera y túnica blanca, y un entusiasta gentleman hollywoodense de los años 40’s (con impecable traje blanco, botas militares y peinado a lo Cary Grant). Ni hablar.
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