Por José Antonio Palafox
Escribe Fernando Pessoa, en Aforismos y afines, que una forma de la cultura es la experiencia. Y ejemplifica: “Hegel, al criticar a Goethe, dijo, en una de sus grandes frases, que este tenía “toda la pobreza de la juventud”.
La reflexión arriba mencionada puede aplicarse con creces a B. F. Pinkerton, uno de los más memorables protagonistas (¿tal vez antagonista?) dentro del catálogo de personajes puccinianos y de la historia de la ópera. Benjamin Franklin Pinkerton es un joven teniente de la marina estadounidense cuya inexperiencia respecto a los asuntos serios de la vida le impide darles la importancia debida. Al desembarcar en Nagasaki por vez primera y creyendo que el mundo está a sus pies, a Pinkerton todo se le hace fácil: toma decisiones a la ligera y no se detiene a pensar en las consecuencias de sus actos. Sin embargo, su inmadura forma de actuar terminará arrastrando a la frágil Cio-Cio San, Madama Butterfly, a un trágico final. Cuando Pinkerton comprende que sus actos han conllevado funestas consecuencias para la persona que más lo amaba, es demasiado tarde.
El pasado 2 de abril asistimos en el Auditorio Nacional a la transmisión en vivo de Madama Butterfly, desde el MET de Nueva York. Desde su estreno en 1904 -con todo y las modificaciones a que la sometió Puccini a lo largo de los años-, esta ópera se cuenta entre las favoritas del público. Por ello, no fue sorprendente que el recinto estuviese lleno casi en su totalidad de melómanos dispuestos a indignarse ante la vileza de Pinkerton y a sufrir junto con Cio-Cio San la amargura del amor unilateral y de la esperanza que -el público, no la geisha- sabemos inútil de antemano.
Pero la entrega de sí mismo que hace el público cuando se encuentra ante una obra de semejante calibre lleva a desear que todo sea perfecto hasta el último detalle. Desgraciadamente, en esta ocasión, no lo fue. No estamos diciendo que esta Madama Butterfly haya sido un desastre. Al contrario: se trató de una de las mejores puestas en escena que se han visto en años. Cio-Cio San, la frágil mariposa en torno a la que gira esta dramática historia, es un papel demandante y agotador (prácticamente no deja de cantar en ningún momento durante las dos partes en que se divide el segundo acto) para cualquier soprano, y Kristïne Opolais salió avante, haciendo entrega de una Madama Butterfly memorable, muy bien cantada y mejor actuada. Con una facilidad asombrosa Opolais encarnó a la jovencita que, ilusionada, se casa con el teniente de marina B. F. Pinkerton en el primer acto; luego, la mujer enamorada que se aferra desesperadamente a una vana esperanza (la clásica aria Un bel dì vedremo) en la primera parte del segundo acto; y finalmente, la madre lastimada por el desengaño en la conclusión de esta soberbia ópera.
Roberto Alagna, por su parte, encarnó con acierto a un Pinkerton que al principio se hace odiar al mostrarse indolente e indiferente ante todo aquello que no sea su propio bienestar, pero que finalmente nos estremece al emitir los tres desgarradores gritos con que, arrepentido, llama inútilmente a Cio-Cio San. Aunque Pinkerton aparece solamente en el primer acto y al final de la segunda parte del segundo acto, los momentos en que comparte el escenario con la joven geisha sirvieron para corroborar –en el bellísimo dúo de amor (Vogliatemi bene) con que cierra el primer acto, por ejemplo- que Alagna tiene una inigualable química escénica con Kristïne Opolais (lo cual ya había quedado manifiesto hace unas semanas en Manon Lescaut).
Completaron este elenco de primer nivel la mezzosoprano Maria Zifchak en una caracterización inolvidable y muy emotiva como Suzuki, la fiel doncella de Cio-Cio San, y el barítono Dwayne Croft como el cónsul estadounidense Sharpless, el cual sí comprende el valor y la importancia de los usos y costumbres en Nagasaki y, por ello, trata de hacer entrar en razón a Pinkerton para que no juegue con los sentimientos de Cio-Cio San.
La elegante puesta en escena fue creada por el fallecido cineasta Anthony Minghella (1954-2008), quien apostó por una inteligente mezcla de elementos de los teatros noh y bunraku de Japón. Así, nos encontramos con un par de momentos donde la música de Puccini es acompañada por los gráciles movimientos de bailarines orientales, y con la presencia de varias marionetas (el hijo de Cio-Cio San y Pinkerton es una adorable marioneta que parece tener vida propia) que interactúan con los solistas sobre un austero escenario minimalista que se va desprendiendo de sus elementos y de su color a medida que avanza la historia, hasta que finalmente solo queda la frágil y lastimada figura de Cio-Cio San, la mariposa, rodeada de obscuridad.
En el aspecto musical, Karel Mark Chichon –el director concertador- ofreció una lectura de la partitura muy limpia y llena de ternura. Pero esta interpretación pareció ponerse en contra de la ópera durante el primer acto, ya que restó fuerza a las situaciones donde había tensión dramática (por ejemplo, al terrible momento en que el bonzo y la familia de Cio-Cio San la maldicen y le dan la espalda). Sin embargo, para el segundo acto Chichon recuperó el equilibrio entre delicadeza y pasión, con lo que logró ofrecer una atmósfera más que acertada (aunque –en nuestra opinión- el esperado momento de la dulce aria Un bel dì vedremo entró de manera un tanto abrupta).
Entonces, ¿cuál fue el problema que restó perfección a un espectáculo que tenía todo para ser perfecto? Como si de una broma cruel se tratase, justo en algunos de los momentos más emotivos de Madama Butterfly hubo –por instantes muy breves, es cierto- lamentables fallos técnicos que hicieron al audio de la sala sonar como si alguien estuviese tapando con una gigantesca almohada las bocinas, sin mencionar que –justo a la mitad del mágico momento en que el coro canta dulcemente a boca cerrada mientras Cio-Cio San, Suzuki y el niño esperan inútilmente durante toda la noche la llegada de Pinkerton a casa al final de la primera parte del segundo acto- los altavoces emitieron durante tres o cuatro segundos unos extraños ruidos que dieron al traste con la ternura del instante. Ni hablar.
Una forma de la cultura es la experiencia, escribió Fernando Pessoa, y en esta ocasión nosotros aprendimos que desear que todo sea perfecto es solo eso: un deseo.
Giacomo Puccini: Madama Butterfly: Acto II. Un bel dì vedremo / Kristïne Opolais (Cio-Cio San)
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