por Francesco Milella
El 20 de octubre de 1740 la casa de los Habsburgo se quedaba sin emperador: Carlos VI, el mismo por quien Antonio Vivaldi había dejado su amada Venecia para trasladarse a Viena donde moriría un año después, dejó su patria huérfana. Afortunadamente todo parecía resuelto con los asuntos hereditarios: la Pragmática Sanción, promulgada por el mismo emperador en 1713, había garantizado la sucesión imperial que abría las puertas a los miembros femeninos de la familia y, por lo tanto, a su hija María Teresa, quien, pocos días después de su muerte, tomó el poder imperial. Sin embargo, frente a una sucesión tan “irregular”, las naciones cercanas, entre ellas la temible Prusia, no tardaron en mandar claros mensajes de hostilidades inaugurando lo que hoy se recuerda como la guerra de Sucesión Austriaca: ocho años en que las naciones europeas, amarradas obsesivamente a su absolutismo (en muchos casos más ideal que real), se pelearon pequeñas porciones de tierra (entre ellas la Silesia, entre Bohemia y Polonia) alterando nuevamente los equilibrios geopolíticos de Europa (después de la guerra de Sucesión Española en 1713 y de la Polaca en 1738). Sólo hasta 1748, en la ciudad de Aquisgrán, histórica y simbólica capital del Imperio de Carlos Magno, los máximos poderes europeos firmaron un tratado inaugurando una nueva fase de paz social y política que duraría hasta el 1789 con la explosión de la Revolución Francesa.
Georg Friedrich Handel, del cual hemos aprendido a conocer su naturaleza concreta y práctica, atenta a los cambios del mundo, vivió estos eventos con el interés de un hombre internacional que había viajado por todo el continente y con la distancia empírica y sarcástica de un buen inglés. Sin embargo, los hechos históricos abrieron nuevos caminos involucrándolo de forma inesperada. Inglaterra, en ese entonces bajo el poder de Jorge II, se había aliado desde el principio con Austria, con lo cual se adjudicó un triunfo en los juegos políticos y diplomáticos que se entrelazaron en los palacios de Aquisgrán. Obviamente, la victoria inglesa, cultural y política más que militar y geográfica, no podía pasar desapercibida: era una ocasión única para reiterar el poder de la monarquía en su tierra y de Inglaterra en Europa.
Entre los tantos festejos y banquetes, Jorge II quiso organizar, en la primavera de 1749, un extraordinario espectáculo pirotécnico colocando los fuegos artificales del artesano local Thomas Desguliers sobre una monumental estructura realizada por el arquitecto italiano Giovanni Niccolò Servandoni. Sus dimensiones eran realmente impactantes: 124 metros de ancho y 34 de alto. Finalmente, después de grandes labores, el 26 de abril todo debería estar listo para iniciar las celebraciones. Faltaba solamente la música, elemento que, según los planes del Rey, tenía que acompañar los festejos de forma majestuosa y monumental, en una exaltación absoluta de la monarquía.
En pocos días Handel terminó la partitura, incluso antes de la conclusión de los trabajos para los juegos pirotécnicos: el 21 de abril la nueva composición fue presentada ante un público enloquecido por la novedad. Doce mil personas llegaron al Green Park de Londres para asistir a la prueba general. La capital británica – según crónicas de la época – se paralizó por completo por el número de carrozas que habían saturado las calles. Una violenta tormenta complicó más las cosas causando la muerte de tres personas. Y así, entre la mala suerte y la desorganización, tuvo su bautizo una de las obras instrumentales más importantes de Handel.
Superfluo pero necesario es definir extraordinaria la música que Handel realiza para los Royal Fireworks: una fiesta de sonidos y colores que desprenden entusiasmo y energía en cada nota. No hay momento, desde la obertura inicial hasta el Minueto final, pasando obviamente por la célebre Réjouissance, que no responda perfectamente a dicha circunstancia y a su clima de exaltación nacional. Entre tambores, trompetas y los ritmos extravagantes de las danzas francesas, Handel celebra la corona y, con ella, el absolutismo monárquico, su fuerza, su autoridad, su sabiduría, su elegancia y su inmortalidad. Esto es la Música para los Reales Fuegos Artificiales: un último, estupendo homenaje a un mundo político y social que por siglos y siglos había sustentado, en las buenas y en las malas, el destino de Europa y sus colonias. Era el 1749, cuarenta años después la caída de la Bastilla; las cosas cambiarían para siempre. Probablemente Handel, compositor demasiado inteligente para ignorar los caminos y las agitaciones de su época, presentía ese triste y revolucionario final, añadiendo a su última gran composición instrumental un sabor melancólico y nostálgico, con el íntimo deseo de exaltar por vez final un mundo a punto de desaparecer.
Comentarios