Eva Zavaro, violín
Orquesta Filarmónica de Paris, dirige Julien Masmondet
Entre 1840 y 1909 vivió un personaje que fue conocido indistintamente con los nombres de Henri Cazalis (el verdadero) y Jean Lahor (el seudónimo). Este buen señor, nacido en la localidad de Cormeilles-en-Parisis, dedicó sus talentos a las letras, llegando a ser, con el paso del tiempo, un destacado poeta parnasiano. (Breviario cultural: los poetas parnasianos se caracterizaban por un estilo que era una reacción en contra del lirismo romántico que imperaba hacia la mitad del siglo XIX, y se distinguieron por la perfección formal, basada en los modelos clásicos). En la obra poética de Cazalis se puede detectar con claridad la influencia de diversas filosofías orientales, y entre sus títulos principales hay que mencionar Melancolía (1860), La ilusión (1888), y Las cuartetas de Al-Ghazali (1896). Toda esta información no tendría ningún sentido musical si no fuera por el hecho de que uno de los poemas de Henri Cazalis sirvió como fuente de inspiración a Camille Saint-Saëns para la creación de una de sus partituras más divertidas, la Danza macabra. Además, Saint-Saëns compuso esta obra con la seguridad de que sería estrenada prontamente, a través de una institución de la que él mismo formaba parte importante. Hacia 1871, en colaboración con Romain Bussine, Saint-Saëns había fundado la Sociedad Nacional de Música, organismo cuyo fin primordial era la promoción de la música instrumental y orquestal de los compositores franceses de entonces. El nacimiento de la Sociedad fue, en este sentido, una reacción contra la preponderancia de la ópera en el pensamiento musical francés de la época. Así, una vez creada la institución, Saint-Saëns y sus colegas tuvieron a su disposición un canal de salida idóneo para sus partituras instrumentales y orquestales, que comenzaron a crear en abundancia. Y como vehículo para la interpretación de estas obras, comenzaron a surgir orquestas sinfónicas cuya vocación era la de tocar sobre el escenario de una sala de conciertos y no desde el foso de un teatro de ópera. Entre estas orquestas destacaron sobre todo las fundadas y dirigidas por los señores Lamoureux, Pasdeloup y Colonne.
En estas circunstancias, todo era propicio para que Saint-Saëns y sus contemporáneos se pusieran a escribir música sinfónica en grandes cantidades, y así sucedió: en el curso de los años siguientes a la creación de la Sociedad Nacional de Música, Saint-Saëns creó un buen número de obras orquestales. Entre ellas destacan sus poemas sinfónicos La rueca de Onfala (1872), Faetonte (1873) y La juventud de Hércules (1877), ninguno de los cuales ha alcanzado la popularidad de la conocida Danza macabra. Un dato poco conocido al respecto de esta obra es el hecho de que originalmente fue concebida por Saint-Saëns como una canción, y sólo en segunda instancia le dio la forma de un poema sinfónico. Entre los poemas sinfónicos estrictamente narrativos, la Danza macabra es uno de los que cuenta con más claridad la historia literaria que le da origen. Así, al inicio de la pieza se escuchan las doce campanadas que anuncian la medianoche y, por consecuencia, la hora de los espantos y los espíritus chocarreros. Apenas terminadas las campanadas, surge de las sombras la Muerte en persona, que procede a afinar su violín como preámbulo a la fiesta que va a dar comienzo. Para obtener el peculiar efecto sonoro de la Muerte afinando su violín, Saint-Saëns utiliza el conocido procedimiento conocido como scordatura, que consiste en utilizar una afinación distinta de la convencional en las cuerdas del instrumento. Una vez que la Muerte ha puesto a punto su diabólico violín, comienzan a aparecer espíritus, esqueletos, fantasmas, almas en pena y demás personajes nocturnos, que protagonizan una siniestra danza en compás de 3/4, utilizando las tumbas del cementerio como pistas de baile. En el desarrollo musical de la Danza macabra es posible hallar un par de elementos sonoros interesantes. En primer lugar, el uso que Saint-Saëns hace de la tradicional melodía del Dies irae de la misa de difuntos del canto llano, utilizada numerosas veces en la historia de la música para expresar con sonidos toda clase de cuestiones diabólicas, siniestras y… macabras, claro. En segundo lugar, destaca una melodía que, tocada por el xilófono, representa sabrosamente los huesos de los esqueletos danzarines. Esta misma melodía, con todo y xilófono, fue a dar en 1886 a la sección de los fósiles de El carnaval de los animales, del propio Saint-Saëns. El caso es que después de un buen rato de brincar, bailar y escandalizar, los espíritus nocturnos pierden la noción del tiempo y, de pronto, la danza se detiene cuando los participantes en el baile se dan cuenta de que el amanecer está próximo. El gallo (personificado aquí por un oboe) anuncia la salida del sol, y después de una última intervención, lánguida y tristona, del violín de la Muerte, todos se van por donde vinieron, desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
Camille Saint-Saëns compuso la Danza macabra en 1874, y el estreno de la obra se llevó a cabo el 24 de enero de 1875 en uno de los conocidos Conciertos Colonne, en París. La partitura está dedicada a la pianista francesa Caroline Montigny-Rémaury.
El éxito inicial (y duradero) de la Danza macabra dio origen a numerosas transcripciones de la obra. Entre las más famosas están: la del propio Saint-Saëns para dos pianos; la del compositor francés Ernest Guiraud (1837-1892) para piano a cuatro manos; la de Franz Liszt (1811-1886) para piano solo; la del enorme pianista ucraniano Vladimir Horowitz (1903-1989), basada en la de Liszt; la del organista inglés Edwin Lemare (1865-1934) para órgano. Y la lista sigue y sigue…
Fuente: OFCM
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