Músicos y editores en el barroco holandés

Por Francesco Milella Por más interesante que pueda parecer a los que se acercan a ella, la primera generación de compositores holandeses no fue capaz […]

Por Francesco Milella Última Modificación julio 30, 2017

Por Francesco Milella

Por más interesante que pueda parecer a los que se acercan a ella, la primera generación de compositores holandeses no fue capaz de dar inicio a una verdadera escuela musical local. Su lenguaje no parecía tener la fuerza contagiosa de los que Francia, Italia y Alemania estaban desarrollando justo en esos años (1630 – 1700). Faltaban figuras carismáticas como un Monteverdi y un Schütz o, más tarde, un Corelli o un Biber, que heredaran la tradición y la transmitieran a través de una nueva dimensión musical. La dimensión doméstica, la única permitida por la religión calvinista como espacio para cultivar la música, complicaba las cosas al negar la dimensión colectiva esencial que hacía posible el desarrollo de nuevas prácticas musicales.

Conscientes de su (aparente) inferioridad musical frente a las otras naciones, los holandeses buscaron otro camino para poder entrar como protagonistas en el escenario musical europeo. Les faltaba ingenio musical para dar vida a una “escuela nacional”, pero no el dinero y la habilidad para importar y alimentar prácticas musicales extranjeras. A partir de 1602, la Voc, la Compañía de las Indias Orientales, superando los ingresos de España e Inglaterra, había colocado a los Países Bajos en el centro del monopolio del comercio mundial. Las bolsas de los mercaderes holandeses y de los accionistas de la Voc se fueron llenando de dinero, y ellos se transformaron en actores esenciales de la economía europea.

Si a esta impresionante riqueza económica generada por el comercio internacional sumamos la libertad de expresión y, consecuentemente, de imprenta que garantizaba el gobierno local, el resultado no es difícil de imaginar: los Países Bajos comenzaron a llenarse de impresores y tipógrafos, europeos y holandeses. Su calidad técnica y su rapidez productiva comenzó a ser famosa en toda Europa, incluso superando la de Venecia, cuna de la editoria renacentisca. Era una garantía: en Amsterdam se imprimían los mejores libros de geografía, ciencia, filosofía, política y arte. Y no solo.

Uno de los motores de la editoría holandesa era la impresión de partituras musicales. A partir de 1700, bajo el control del editor francés Estienne Roger (1665 – 1722), que se había escapado de Francia por su fe protestante, Amsterdam se transformó en el primer centro de la editoría musical europea. La empresa de Roger había comenzado silenciosamente publicando, en su pequeña bodega en Amsterdam, obras ya editadas del barroco italiano (la ley sobre el derecho de autor no existía todavía). Pero la perfección y la belleza de sus ediciones (y, probablemente, los precios más accesibles) no pasaron desapercibidas: Corelli, Vivaldi y los grandes compositores italianos eligieron a Estienne Roger como editor de confianza de sus obras instrumentales.

En breve tiempo la pequeña bodega se transformó en una empresa capaz de condicionar la vida musical holandesa. A través de Estienne Roger (pero no solo…), la música barroca italiana se fue difundiendo en todos los Países Bajos. Para la burguesía holandesa las obras de Corelli, de Vivaldi y de Albinoni representaban el compromiso ideal entre la moda europea y la fe calvinista, discreta y libre de todas esas extravagancias materiales que las grandes cortes de Europa seguían alimentando. En sus sonatas y en sus conciertos (las óperas y la música religiosa no las tomaban en consideración) podían respirar el aura europea del siglo XVIII sin renunciar a los paradigmas protestantes y, por lo tanto, a su identidad política y económica.

Músicos italianos como Pietro Locatelli, Carlo Ricciotti y Carlo Tessarini comenzaron a llegar a Holanda, donde encontraron el éxito (y el dinero) que Italia no siempre podía garantizar. Contemporáneamente fueron naciendo compositores locales, de origen holandesa, educados en la música italiana. De todos los nombres que la historia ha guardado hasta hoy, Willem de Fesch (1687 – 1761) es seguramente el más importante, el más brillante, el más emocionante.  Con él, con sus conciertos y sus sonatas (una maravillosa mezcla de Vivaldi, Corelli y Albinoni con matices franceses), los Países Bajos vuelven a descubrir su innata sensibilidad musical, una sensibilidad moderna y europea que ningún dogma protestante podía esconder.

 

Willem de Fesch

Concerti grossi

Francesco Milella
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