La octava es la última sinfonía que Anton Bruckner completaría. No vivió para terminar su novena, aunque estuvo muy cerca de concluirla. Así que esta obra representa el sumario de su viaje sinfónico. Y que cumbre es el octava! Bruckner mismo declaró cuando terminó el gigantesco y revelador finale: “Aleluya!… el final es el movimiento más importante de mi vida”. Los temas principales de todos los enormes movimientos suenan juntos al final de la sinfonía, un pasaje fulgurante que Robert Simpsons describe como “una ardiente calma”. Es el punto final de una odisea musical de 75 minutos (bueno, hasta 100 minutos, si eres Sergiu Celibidache…) y una de las experiencias existencialmente más emocionantes que ha generado una sinfonía. El logro de Bruckner es hacernos sentir, cuando llegamos ahí, que toda la experiencia de la pieza es contenida y transfigurada en esta coronación sinfónica del espacio-tiempo, y que la sublime oscuridad de la obra -como los aterradores abismos de disonancia del primer movimiento, el tipo de música que Wilhelm Furtwängler calificó como “La batalla de los demonios” de Bruckner- y su luminosidad igualmente trascendente, como el clímax del movimiento lento, están simultáneamente reivindicados por la impresionante magnificencia de la música, la última coda sinfónica que Bruckner compondría.
Pero el viaje de Bruckner hacia el estreno de la obra, hecho por la Filarmónica de Viena en 1892, fue tan tortuoso como la música (a veces) puede ser serena. Terminó una primera versión de la pieza en 1887 y la envió al director Hermann Levi, “mi padre artístico”, que ya había dirigido la Séptima sinfonía con enorme éxito en Múnich. Levi rechazó la pieza, diciendo que era básicamente intocable; Bruckner estaba herido, pero volvió a trabajarla para recomponerla con eficacia en los años sucesivos. Y en vez del tipo ingenuo, de mente débil que nunca superó la crítica -como a veces se le describe a Bruckner- su revisión equivale a un acto mucho más profundo de recomposición que simplemente una respuesta a las preocupaciones de Levi. El primer movimiento lo terminó en 1887 con una triunfal tonalidad mayor; en 1892, en cambio, el público escuchó una música que se diluye en la desolación del tono menor con un estertor repetido, agotado, en el suspiro en las violas. Bruckner escribió sobre este momento de desesperación, la única vez en su vida que compuso un primer movimiento sinfónico que no termina con una poderosa fanfarria de fortísimo: “esto es lo que pasa cuando uno está en su lecho de muerte y al otro lado del cuarto cuelga un reloj que, mientras se queda sin cuerda, anda constantemente: Tic, Tac, Tic, Tac”. Los otros movimientos fueron también recalibrados sutil pero profundamente; el efecto es un enfoque más intenso y agudo de las ideas musicales de Bruckner.
Así que todo debía estar preparado para la mejor noche de su vida: el estreno. Y aunque el Musikverein estaba lleno de personalidades, incluyendo a Johannes Brahms, Hugo Wolf y Johann Strauss, así como un grupo vigoroso de partidarios de Bruckner, sus contrincantes estaban también ahí. Brahms pensaba sobre las obras de Bruckner que eran “boas constrictor sinfónicas” y el crítico Eduard Hanslick -que se retiró de la sala antes de final de la sinfonía- escribió a regañadientes, “en cada uno de los cuatro movimientos, especialmente en el primero y el tercero, brillan algunos pasajes interesantes, destellos de genio- ¡si tan solo el resto no estuviera allí! No es imposible que el futuro pertenezca a este estilo de resaca terrorífica -un futuro que por lo tanto no envidiamos! Mejor que no se quedó hasta el final, pensaría Bruckner; sólo habría salido más enfadado.
Hoy en día, la Octava de Bruckner debería seguir siendo controversial. Esta es una obra que intenta algo tan extraordinario que si no se está preparado para encontrar sus demonios expresivos, o para ser sorprendido y maravillado por los lugares a los que la imaginación de Bruckner le conduce, entonces se estará perdiendo de la experiencia esencial de la sinfonía. Si piensa en Bruckner solamente como un creador de catedrales sinfónicas de introspectiva contemplación espiritual, que manipula enormes segmentos de material musical con implacable perfección monumental, entonces no escuchará el drama profundamente inquietante que el autor realmente propone. Esa oscuridad turbadora suena justo al inicio de esta sinfonía. En vez de diseñar un viaje en el cual el resultado es predecible, en donde todo está en su lugar correcto dentro del universo sinfónico, tonal y estructural, Bruckner construye su edificio más grande sobre arenas movedizas. La octava comienza con un inestable temblor de semitono en las violas, violonchelos y contrabajos, que se convierte en una colección serpenteante y cromática de fragmentos. No es tanto un tema con una serie de exploraciones de motivos musicales, todas ellas en tonalidades inesperadas. Es una sinfonía ‘en’ do menor, y sin embargo en las primeras etapas del primer movimiento, la tonalidad es confirmada más por lo que Bruckner evita que por lo que habita. Se puede describir la evolución de todo este movimiento en términos de forma sonata, de segundos y terceros temas y la otra jerga derivada de las reglas sinfónicas, pero eso apenas se relaciona con la experiencia de vivir dentro de esta música. Un momento especial para escuchar con atención: el cataclismo en el centro del movimiento que resulta en uno de los paisajes musicales más vacíos y desolados de Bruckner, o cualquier otro, jamás concebido: una flauta sola que sobrevive al embate para tocar un remanente del tutti orquestal, fúnebres tatuajes en las trompetas y cromáticos suspiros en los bajos.
La apertura del finale está inspirada por los cosacos, dado que los rusos habían visitado recientemente al emperador austriaco, a quien está dedicada la Octava; Este movimiento también presenta ‘la marcha de muerte y transfiguración (en los metales). Bruckner no habla sobre el movimiento lento, pero el adagio, el tercer movimiento, es el enorme corazón generoso de la sinfonía; un palpitante y consolador sueño en re bemol mayor cuyo inicio es lo más cercano que Bruckner llegó a una evocación de lo erótico; Sin embargo esa experiencia corporal se transfigura en un radiante y cegador clímax, en donde parece que habla el universo más que meras figuras individuales.
O tal vez soy yo: usted decidirá por sí mismo, ya que el poder de esta pieza no puede ser limitado a sólo una interpretación individual, sean palabras de Bruckner, o la visión de un director particular de esta sinfonía. Pero al escuchar el final, impresionante pero íntimo, visionario pero coherente, -cuyo drama de nuevo no puede ser explicado por los crudos recovecos de las normas y reglamentos musicales; por el contrario, su “forma” es fenomenológica, algo que se tiene que experimentar -creo que debería escuchar la oscuridad tanto como la “ardiente calma” de la coda. Es en su aceptación de la duda, oscuridad y desesperación que esta sinfonía logra su esplendor real. La Octava de Bruckner es un acto de enorme consuelo empático porque no tiene temor al enfrentar y reconocer el terror sublime y la oscuridad, así como la luz, tal como cuando él escribió la obra, uno necesita sentirse involucrado en esta “batalla de demonios” cuando la escucha.
Disfrute – si esa es la palabra correcta!
Fuente : Tom Service para The Guardian, symphony guide.
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