Estamos en 1727. A punto de convertirse en rey de Inglaterra, Jorge II (1683-1760) encarga al famoso compositor alemán Georg Friedrich Händel (1685-1759) —radicado en Londres desde 1712— cuatro himnos para su coronación. Diez años después, la popularidad de Händel se encuentra en franca decadencia, y el empresario operístico John James Heidegger (1666-1749) aconseja al compositor buscar el mecenazgo del príncipe de Gales, Federico Luis (1707-1751), hijo del rey. Händel acepta a regañadientes, porque considera al príncipe “un real petrimete”, y pronto su opinión se ve confirmada: cuando Federico Luis asiste a un concierto ofrecido por la compañía de ópera de Händel, no hace más que emitir molestos e inoportunos comentarios en voz alta, lo cual no solo distrae a los cantantes sino que enfurece a Händel, quien aporrea su clavecín hasta que el príncipe se calla. Ofendido, Federico Luis abandona el teatro y —por supuesto— retira su apoyo financiero a Händel. Peor aún: ha jurado arruinar completamente al músico, y para ello se sirve de las más sucias triquiñuelas, entre las que se encuentran engañar a la cantante Susannah Cibber (1714-1766), principal atracción de la compañía de ópera de Händel, para que no se presente al reestreno de Acis y Galatea (1718), y contratar alborotadores para que hagan ruido fuera del teatro e impidan que el público escuche la presentación de la cantata An Ode to St. Cecilia (1739). Por su parte, el desesperado compositor ve como sus deudas se van acumulando sin que pueda hace nada para evitarlo, y termina sufriendo un derrame cerebral que lo obliga a recluirse en su hogar por varios meses. Durante su convalecencia, Händel decide abandonar la composición de óperas para dedicarse a escribir oratorios, y es entonces cuando —como por mandato divino— lo visita Charles Jennens (1700-1773), un adinerado terrateniente con aspiraciones literarias que lleva bajo el brazo un libreto basado en un texto bíblico y titulado El Mesías. Poco después, el músico recibe desde Dublín el encargo de una nueva obra que deberá estrenarse en un concierto de beneficencia. Así, profundamente inspirado por el texto de Jennens, Georg Friedrich Händel resurge de sus cenizas y se aísla del mundo para trabajar día y noche, dedicándose en cuerpo y alma a la creación de la obra con la que alcanzará la inmortalidad…
Considerada por Winston Churchill como una de las películas más importantes del cine británico, The Great Mr. Handel (1942) fue el primer trabajo en Technicolor de la productora GHW, empresa cinematográfica dedicada a la realización y difusión de filmes de carácter religioso fundada en 1937 por el industrial Joseph Arthur Rank (1888-1972) y gestionada por el reverendo metodista Benjamin Gregory y el cineasta Norman Walker (1892-1963), quien además se encargó de dirigir algunos de sus títulos emblemáticos, como The Man at the Gate (1941), Hard Steel (1942) y, por supuesto, The Great Mr. Handel, que además de ser un biopic sobre uno de los más grandes músicos del periodo Barroco, es un drama sobre la redención del hombre a través del arte.
Evidentemente, el filme se nutre de hechos ficticios e inexactitudes históricas (sobre todo en lo que respecta a Susannah Cibber) en beneficio de una trama ágil y envolvente, aunque debemos reconocer que trata de mantenerse lo más fiel posible a la figura de Händel y al espíritu de su momento. Incluso, aparecen citas textuales del compositor cada que es posible. Además, cuenta con una admirable reconstrucción de época y una espléndida fotografía a cargo de Claude Friese-Greene (en su último trabajo) y el legendario Jack Cardiff, quienes logran que la película parezca una sucesión de pinturas del Barroco. Otro de los aciertos de The Great Mr. Handel es mostrar la precaria situación en que se coloca el artista cuando decide luchar por mantener su integridad creativa y su dignidad frente a un mecenas que le exige servilismo. Sin embargo, quizá la mayor importancia de esta película radica en el hecho de que se trata de un valiente e insólito ejemplo de cine propagandístico cuyo objetivo era no solo levantar el ánimo y reafirmar la cohesión de la población inglesa en pleno Baedeker Blitz (terrible campaña bélica en que la Luftwaffe alemana bombardeaba casi a diario las principales ciudades inglesas), sino mostrar —por medio de la figura de Georg Friedrich Händel— a los alemanes como seres humanos buenos y con valores morales, en un tiempo en que el nazismo estaba arrasando con el mundo civilizado. El calvario sufrido por Händel, que lo lleva al borde de la muerte y mediante el que se purifica para alcanzar la intensa espiritualidad de la que surgirá su más grande obra, cuyo Aleluya es considerado como un símbolo del orgullo y la grandeza de Inglaterra, fue la manera elegida por Norman Walker para mantener viva la esperanza de un futuro luminoso en mitad de una de las épocas más oscuras no solo de su país, sino de la humanidad entera.
The Great Mr. Handel está protagonizada por Wilfrid Lawson (Pygmalion, The Wrong Box) como un magnífico Georg Friedrich Händel con convincente acento alemán que, a pesar de su aspecto hosco, es capaz de mostrar gran humanidad. Lo acompañan la guapa Elizabeth Allan (David Copperfield, A Tale of Two Cities) como Susannah Cibber —cantada por la contralto Gladys Ripley (1908-1955)—, Max Kirby (Maytime in Mayfair) como el príncipe de Gales, el espléndido actor escocés Hay Petrie (The Private Life of Henry VIII, Rembrandt, The Four Feathers, The Thief of Bagdad, A Canterbury Tale, The Red Shoes) como Phineas, el fiel sirviente de Händel, Morris Harvey (The Man from Chicago, Scrooge) como John Heidegger y A.E. Matthews (The Life and Death of Colonel Blimp, Around the World in 80 Days) como Charles Jennens.
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