Por Francesco Milella
Hablar de “las mejores composiciones” de un genio como Bach tiene poco sentido siendo tan profunda y al mismo tiempo alta la calidad y la belleza de sus obras. Pero si quisiéramos hacer una de esas listas de “top 10” o de “best hits” que la moderna discografía obliga muy a menudo a ofrecer, bueno, entre ellas seguramente deberíamos colocar el concierto para dos violines en re menor BWV 1043, sin lugar a duda una de las mejores obras instrumentales que Bach ha dejado como herencia al mundo entero.
El único manuscrito que tenemos hoy es una copia de los años de Leipzig, entre 1730 y 1731, que el mismo Bach realizó para una ejecución del concierto en el Collegium Musicum, una activa sociedad musical de estudiantes universitarios locales. En los mismos años, Bach llegó incluso a realizar una transcripción del concierto para 2 instrumentos de tecla, en do menor. Pero la fecha de composición sigue siendo aun desconocida aunque muy probablemente este concierto haya sido compuesto entre 1717 y 1723, durante la estancia en Kothen. Más allá del contexto histórico, una obra de este nivel nos obliga a pasar inmediatamente a la música.
El primer movimiento se abre con los segundos violines que inician con una amplia y brillante fuga, a la cual, siguiendo la tradicional estructura que Bach conocía perfectamente, responden, enlazando un complejo y majestuoso diálogo, los primeros violines. Todo calla cuando entran los dos solistas, acompañados por un sencillo y linear bajo continuo, y rara vez por toda la orquesta. Los solistas hacen todo: construyen estructuras armónicas, rítmicas y melódicas de extraordinaria belleza y encanto, constantemente caracterizadas por un magistral uso del contrapunto.
Sin embargo, el centro de este concierto es el segundo movimiento. Un movimiento donde la música habla por sí misma. Bach pasa del cuadrado 4/4 del primer movimiento en re menor, a una amable y suave indicación rítmica de 12/8, cambiando totalmente la impostación armónica en fa mayor. Y con un fa del segundo violín se abre este movimiento: un fa delicado, tierno, melancólico que va creciendo en un tema de conmovedora belleza. Y cuando el primer violín retoma el mismo tema una quinta arriba, en este momento inicia la magia: con sencillez y elegancia Bach construye uno de los mejores duetos instrumentales de la historia de la música. El equilibrio entre las dos voces es perfecto, impecable: aún realizando las mismas estructuras melódicas (y aún siendo, parece descontado pero no lo es, instrumentos idénticos), ambos parecen dialogar con su propio lenguaje, con su propia gramática, con su propia estética. Escúchenlo bien, con atención: se darán cuenta de cómo este dueto tiene un lado maravillosamente humano, hecho de modulaciones y tensiones rítmicas y melódicas, (las mismas que tenemos al hablar: como si los violines fueran dos persona que están hablando), y un lado totalmente místico, casi abstracto, espiritual: es la belleza de sus frases amplias y cálidas, de sus modulaciones armónicas, delicadas y espontáneas. Una belleza definitivamente no humana.
Con el tercer movimiento, Bach nos sacude, nos mueve el tapete debajo de los pies. Nos desorienta completamente. En la severa y viva tonalidad de re menor, la misma del primer movimiento, Bach nos abre este movimiento de repente, sin un momento de descanso, con un nuevo diálogo entre primer y segundo violín: un diálogo tenso y nervioso en donde solo el bajo continuo nos logra dar una base sólida y tranquila.
La primera parte del diálogo (y del movimiento en general) termina con una inmediata modulación que abre las puertas a un “tutti” orquestal casi titánico y protoromántico, mismo que Bach repite al final del movimiento. Esta vez alterándolo con extraordinaria sensibilidad en una seria de modulaciones armónicas que le permiten cerrar el concierto en un severo y místico re.
En fin, un gran concierto, uno de los mejores de toda la literatura barroca europea. En estas piezas Bach aparece aún más claramente por lo que es y, creo, siempre será, como dice Max Reger: “el principio y el fin de toda la música”.
David Oistrakh y Yehudi Menuhin, Orchestre Chambre de l’ORTF 1958
Rachel Podger y Andrew Manze, Academy of Ancient Music 1998
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