Fechas y notas

Las fechas no son números, son claves para entender la historia de la música, crear conexiones, abrir puertas y dar un significado distinto a las notas. Las bodas de Fígaro de Mozart son un ejemplo. 

Por Francesco Milella Última Modificación enero 2, 2024

Las fechas no son números, son claves para entender la historia de la música, crear conexiones, abrir puertas y dar un significado distinto a las notas. Las bodas de Fígaro de Mozart son un ejemplo. 

Las fechas son importantes: por años tuve que escuchar maestros y profesores repetir obsesivamente esta frase en todas mis clases de historia y de aquellas materias que requerían cierto contacto con el pasado y sus acontecimientos. Los efectos de semejante insistencia retórica, obviamente, eran mínimos si no es que nulos. El mecanismo era siempre el mismo: los profesores repetían números – 476 d. C., 1492, 1789, 1820, 1848, 1989, 2001 – llegando incluso a relacionarlos entre ellos, per lo único que conseguían era obligarnos a recurrir a nuestros escasos conocimientos matemáticos para poderlos recordar. Era la única estrategia que conocíamos – ante una falta imperdonable de entusiasmo en nuestros maestros – para encontrar una lógica en lo que nos parecía una secuencia de números sin relación ni utilidad. En lo personal, pasaron unos cuantos años para entender que esa frase – ‘¡las fechas son importantes!’ – no era el síntoma de un trastorno obsesivo de mis profesores sino una de las sugerencias más útiles y generosas para acercarse a nuestro pasado, orientarse en su infinito laberinto de datos, acontecimientos y procesos y crear conexiones entre ellos. 

El caso de Mozart

Todo ocurrió durante la carrera en una clase de historia de la música sobre Mozart y Da Ponte. Ese día el tema era Las bodas de Fígaro y el orden social antes de la Revolución Francesa. ‘La ópera Las bodas de Figaro – sentenció el profesor al comenzar la clase – fue estrenada tres años antes de la Revolución Francesa, el 1 de mayo de 1786 en el Burgtheater de Viena’. Otra fecha más, pensé, antes de que el profesor continuara dándome, por primera vez en mi vida de estudiante, una razón concreta – y fascinante – para recordarla sin recurrir a los más básicos artificios matemáticos: ‘esta fecha lo explica todo – dijo – nos ayuda a entender por qué Le nozze di Figaro son lo que son’. La explicación que nos dio en esa clase fue memorable.

Las bodas de Fígaro – en italiano Le nozze di Figaro, basado en La Folle journée, ou le Mariage de Figaro del escritor francés Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732 – 1799) – se desarrollan en un largo y frenético día en el palacio del Conde de Almaviva cerca de Sevilla. Fígaro, criado del Conde, está a punto de celebrar su matrimonio con Susanna, doncella de la Condesa. Su entusiasmo se interrumpe cuando Susanna confiesa su malestar: el Conde quiere reintroducir el derecho de pernada, que otorgaba a los señores la potestad de tener relaciones sexuales con cualquier doncella de su feudo que fuera a contraer matrimonio con uno de sus criados. Fígaro entiende inmediatamente las verdaderas razones del Conde, enamorado de Susana, y, gracias también a su futura esposa, arma un plan que, entre aventuras, disfraces e imprevistos, logra desenmascarar al Conde y sus malas jugadas sexuales ante todo el palacio. 

Tres años, mil diferencias

Pero volvamos a nuestra fecha: 1786, no lo olviden, tres años antes de la Revolución Francesa. ¿De qué nos sirve saberlo? Fígaro nos da una primera respuesta: él es un criado, un subalterno sometido a estrictas leyes feudales, teóricamente incapaz de rebelarse ante una autoridad intocable e indiscutible. Por lo menos así impone un sistema radicado en Europa desde la Edad Media, aunque no siempre de forma tan rígida como las que nos cuenta el libreto de Da Ponte (derecho de pernada, por ejemplo, es una invención de tiempos modernos y de su necesidad de desacreditar el pasado medieval para justificar los logros del presente). Pero Fígaro no es un hombre medieval: Beaumarchais imagina, al contrario, un protagonista profundamente relacionado con su tiempo, un hombre que no lee a los philosophes franceses pero respira los humores de sus ideas de igualdad y hermandad y busca ponerlas en práctica si percibe una limitación hacia su propia libertad. Lo hace con torpeza, claro – el Fígaro mozartiano no tiene todavía la experiencia y la madurez que tendrá el Fígaro del Barbero rossiniano, inspirado en otra obra de Beaumarchais, pero reinterpretado en la Italia post napoleónica de 1816 (más de veinte años después de la Revolución Francesa) – pero lo hace. No se queda callado.

Fígaro revolucionario…

La complejidad y el carisma de este personaje fueron suficientes para despertar la preocupación de la censura de las monarquías europeas quienes en pocos meses se activaron para prohibir la publicación de la obra de Beaumarchais y sus reinterpretaciones. La verdad, tenían sus razones: el mensaje revolucionario de Las bodas de Fígaro constituía una amenaza concreta para una sociedad europea en donde las ideas ilustradas habían comenzado a poner en duda la legitimización monárquica de las coronas, incluso de aquellas como la de Caterina de Rusia, Federico de Prusia o José II de Austria que habían abierto las puertas a la Ilustración a través de un amplio sistema de reformas. Además, fuera de las cortes Europa estaba en ebullición: por demasiado tiempo las clases sociales más humildes, las que más fácilmente podían identificarse en el personaje de Fígaro, habían tenido que soportar las injusticias de un sistema que no les garantizaba derecho alguno. 

…y antirrevolucionario.

Si el personaje de Fígaro y sus acciones parecen acercar con fuerza la ópera de Mozart hacia 1789, comprimiendo la distancia de tres años que separa su estreno con el inicio de la Revolución Francesa, el final de la ópera nos empuja en dirección opuesta. Al final del Acto IV Fígaro y Susanna logran desenmascarar las fechorías del Conde. Se cumple la revolución: ¿la autoridad es derrotada y el poder anulado? No. ‘Contessa perdono’: perdóname Condesa, canta el Conde en uno de los momentos más sublimes de la historia de la ópera. Perdono. Si, ‘perdono’ general: la Condesa perdona al Conde, el Conde perdona a Fígaro y todos corren a celebrar el triunfo del amor sincero y genuino. Pero no todo es amor: el final de Las bodas de Fígaro es el restablecimiento del orden, el regreso de jerarquías y dinámicas que Fígaro y Susanna había buscado romper y que ahora parecen incluso reforzarse. El Conde continúa siendo el señor del palacio con la autoridad moral del que supo pedir perdón y perdonar al mismo tiempo. Fígaro, al contrario, sigue siendo el criado de siempre, un hombre material y superficial que deja a un lado sus valores al conseguir lo que quería sin cuestionar el origen y la causa de su condición subalterna.

Revolución fallida. Y no podía ser de otra forma: en 1786 la alta sociedad y las cortes de Europa siguen creyendo en la posibilidad del orden social y sus jerarquías. Con Las bodas de Fígaro el teatro, pilar de la vida social ilustrada, reitera maravillosamente su función reconfortante como espacio de placer: el noble austriaco y el funcionario de la corte salen del teatro con la idea de que, al final, todo vuelve a lo que era sin traumas ni revoluciones. El orden se restablece. Faltan todavía tres años para aquel 14 de Julio de 1789, día en que las clases más pobres de Francia toman conciencia de sí mismas y se rebelan ante la autoridad del Rey asaltando la Bastilla: tres años capaces de explicar la complejidad inagotable de una de las obras maestras de nuestra cultura. 

Fuente: Francesco Milella para Música en México

Francesco Milella
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