Idealismo victoriano: la música inglesa del siglo XIX

El nacionalismo musical del siglo XIX llega a Inglaterra chocando con la realidad contradictoria del reino de Victoria. La música inglesa se despierta después de un largo silencio para encerrarse en una torre de marfil.

Idealismo victoriano
Por Francesco Milella Última Modificación julio 7, 2021

El nacionalismo musical del siglo XIX llega a Inglaterra chocando con la realidad contradictoria del reino de Victoria. La música inglesa se despierta después de un largo silencio para encerrarse en una torre de marfil. 

Inglaterra Victoriana

Hablar de Londres a mediados del siglo XIX es una tarea que pocos historiadores se han atrevido a enfrentar en su totalidad. La revolución industrial del siglo XVIII abrió las puertas de un panorama social y económico lleno de tensiones que la capital británica terminó interiorizando de manera incontrolada y contradictoria. La pobreza extrema de las clases más humildes choca con la riqueza desproporcionada de la burguesía y aristocracia protestantes. El dominio sobre el imperio más grande del mundo parece desmoronarse ante la inseguridad y la violencia extrema de los suburbios británicos. Emblema absoluto de este siglo es la reina Victoria (1819-1901), por un lado, metáfora idealizada de una Inglaterra sólida y poderosa y, por el otro, vértice de un mundo de contradicciones que, quizás, sólo las novelas de Charles Dickens han logrado representar con tanto realismo. 

Made in Italy, France and Germany

Ante estas contradicciones, la música inglesa toma un camino absolutamente original. Hasta ese momento, Londres –la hegemonía de la capital británica sobre las otras ciudades del reino era total y absorbía casi todo el comercio cultural de esos años– había conquistado la cima de la Europa musical junto a París, Berlín, Viena y Milán, a su manera: incapaz de producir musical local, con la excepción de Henry Purcell en el siglo XVIII y algún operista local entre clasicismo y romanticismo, Londres se había transformado en un centro para compositores internacionales. Desde Handel, Mozart y Haydn, la capital británica fue atrayendo los grandes nombres de la música europea cautivados por su riqueza, por la calidad de sus orquestas y teatros y, sobre todo, por el prestigio mundial que sus escenarios, críticos y editores podían otorgar. Un círculo vicioso que, a partir de 1850, dio nuevo impulso a la vida musical local con nuevos teatros –el Crystal Palace (1855) el teatro de la ópera de Covent Garden (1858) o, pocos años más tarde, la célebre Royal Albert Hall (1878)–,   orquestas y festivales, todo al servicio de la música italiana, alemana y francesa

Una nueva música

Con los nuevos movimientos nacionales el panorama comenzó a cambiar: una nueva conciencia musical fue surgiendo en una nueva generación de compositores locales. El ‘enemigo’ sigue siendo la tradición dominante italo-alemana-francesa. Sin embargo, sus métodos tenían poco en común con lo que Músorgski y Rimski-Korsakov estaban haciendo en Rusia, Grieg en Noruega y Smetana en Bohemia. La prioridad británica no era la de recuperar sonidos y cantos de la tradición local y popular: las tensiones sociales de esos años habían transformado las clases humildes en un peligro para las clases más altas. Había que encerrarlas y educarlas, no celebrarlas e idealizarlas, aunque algunos compositores terminarán mirando a sus tradiciones con prudencia y moderación. Al contrario, los compositores ingleses buscan afirmar una creatividad local culta en oposición al dominio de las grandes tradiciones operísticas y sinfónicas del ‘continente’. 

English opera 

El nacionalismo musical inglés sigue los tres caminos de la tradición europea: la ópera, la música instrumental y la música sagrada. La ópera, pasión inglesa desde los tiempos de Handel, entra en una fase de profunda revolución antes que otros géneros. Ya desde la primera mitad del siglo XIX, con Henry Rowley Bishop (1785-1855), Michael Balfe (1808-1870) y Vincent Wallace (1812-1865) comienza a surgir la idea de una ópera británica, cantada en inglés basada en temas locales. A partir de 1860, el testigo de la ópera inglesa pasa a manos de Arthur Sullivan (1842-1900). Después de una serie de afortunadas partituras compuestas para algunas obras de William Shakespeare The Tempest y The Merchant of Venice, Sullivan comenzó una exitosa colaboración con el dramaturgo William Schwenck Gilbert: H.M.S. Pinafore (1878), The Pirates of Penzance (1879) y, sobre todo, The Mikado (1885) bajo la influencia de la opereta de Offenbach y de la tradición italiana de Rossini y Verdi. 

Música instrumental

La música instrumental se definió más tarde en las trayectorias de Edward Elgar (1857-1934) y Frederick Delius (1862-1934), ambos deseosos de crear una tradición local a partir, en el primer caso, del romanticismo alemán tardío y, en el segundo, del impresionismo francés y, en parte, de las experiencias de Edvard Grieg. Caso autónomo fue el de Hubert Parry (1848-1918) cuyo heterogéneo repertorio instrumental de sonatas, conciertos y cuartetos, supo mezclar distintos lenguajes de la tradición europea (aunque célebre fue su aversión hacia Berlioz). Esta primera etapa musical abre las puertas a una nueva generación de compositores como Gustav Theodor Holst (1874-1934) y Ralph Vaughan Williams (1872-1958). La tradición sinfónica británica abandona sus intereses nacionalistas, nunca realmente buscados, para afirmar una identidad híbrida y ecléctica como síntesis de las distintas voces del mundo europeo. 

Música sacra y canto litúrgico

El tercer camino surgió, como la ópera, de la experiencia de Händel, compositor alemán y educado en Italia que Inglaterra supo hábilmente transformar, junto a sus oratorios, en ícono de la música inglesa. A partir de los años cincuenta del siglo XIX, compositores locales como William Sterndale Bennett (The May Queen), Ebezener Prout (Hereward y King Alfred), John Francis Barnett (Ancient Mariner) y Frederic Hymen Cowen (The Rose Maiden) compusieron oratorios, cantatas y odas basadas en temas de la historia y literatura local. Un género que caracterizó de manera transversal la música sagrada inglesa sin interrupciones desde el siglo XVI fue el canto litúrgico: el rito anglicano, similar al protestante, requería (las cosas no han cambiado) la participación constante coral de toda la comunidad de creyentes de tal manera que era necesario tener un repertorio amplio y accesible para todos. Muchos compositores ingleses, desde los más reconocidos maestros hasta los organistas menores en iglesias locales, se dedicaron a esta tarea contribuyendo a crear el extenso catálogo de cantos que hoy en día sigue siendo la base de la liturgia musical anglicana. 

Con la excepción de algunas obras escogidas de Elgar (Concierto para violonchelo, Enigma Variations) y Holst (Los Planetas), la música inglesa sigue ocupando una posición totalmente marginal en el repertorio tradicional europeo, así como en los estudios musicológicos actuales. Podemos pensar que, frente a la compleja y dinámica creatividad del mundo europeo en diálogo constante con los cambios políticos y sociales de esos años, la música inglesa busca un elitismo sofisticado y aislado, muy parecido al gusto prerrafaelita que algunos pintores ingleses -John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Hunt-, elaboran en esos mismos años. Las contradicciones de la Inglaterra victoriana polarizan las artes y las encierran en una torre de marfil lejos de la violencia y la pobreza de la realidad. Quizás sea esta la clave para entender un mundo musical tan lleno de nombres y obras y, al mismo tiempo, tan poco determinante en las transformaciones musicales del occidente: un gesto de idealismo ante una realidad que no se entiende y se rechaza, un sueño metafísico para huir del mundo.

Francesco Milella para Música en México

Francesco Milella
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