Roma, música y Renacimiento

Nuestro viaje a través de la música renacentista italiana comienza hoy por la ciudad de Roma, capital política de Estado, de la Iglesia y referencia […]

Por Francesco Milella Última Modificación julio 31, 2022

Nuestro viaje a través de la música renacentista italiana comienza hoy por la ciudad de Roma, capital política de Estado, de la Iglesia y referencia moral, espiritual y cultural de todo el Occidente cristiano. Desde la caída del Imperio Romano, aún con sus altas y bajas, Roma nunca había dejado de ejercer este papel ante toda Europa: su autoridad había sido y seguía siendo inevitable y absoluta para muchos, pero no para todos: con el siglo XVI, el Renacimiento, el poder de Roma entró en una larga crisis debida a múltiples aspectos: el descubrimiento de América había terminado por dejarla en la periferia de las nuevas geografías atlánticas; en los mismos años Galileo Galilei y Tycho Brahe, Nicolás Kepler, avanzaron nuevas teorías afirmando la centralidad del sol y cuestionando severamente las ideas geocéntricas que por siglos habían sustentado la teología romana. Como si no fuera suficiente, el golpe final llegó desde el norte de Europa, primero con Carlos V y sus tropas alemanas en el trágico Saqueo de Roma de 1527, y luego con Martin Lutero, Enrique VIII y Calvino, quienes se rebelaron a la autoridad y a los dogmas de Roma marcando el nacimiento y difusión de la fe protestante en sus diferentes zonas geográficas.

Roma no podía doblegarse. Tenía que contestar con fuerza a tantas amenazas; y lo hizo reuniendo a todas las autoridades católicas en la ciudad de Trento (no casualmente: era la ciudad italiana más cercana a la frontera con el mundo alemán), para dar inicio a lo que pronto se conocería como Contrarreforma. Nuevos dogmas, nuevas reglas y nuevos lenguajes surgieron en el Concilio de Trento (1543-1563): había que renovar la fe católica y reforzar el poder de la Iglesia para poder enfrentar los nuevos retos. Las artes fueron las primeras en vivir este cambio de forma concreta. La arquitectura de las iglesias se fue modificando, adoptando un lenguaje más suntuoso y sólido, perfecto y apabullante, metáfora de un poder terreno que el Papa no podía perder. Pero fue, sobre todo, la música la que más intensamente se hizo cargo de llevar adelante la nueva misión de la Iglesia de Roma.

El objetivo era muy claro: había que renovar los lenguajes medievales, todavía vinculados al canto gregoriano, para abrirse a las nuevas modas y cautivar así la atención de los fieles. La tradición franco-flamenca representó un punto de partida inevitable. Su polifonía respondía a las exigencias de perfección espiritual que tanto deseaba la curia vaticana, pero con una condición: la palabra, centro de la liturgia católica, no podía perder su significado sin perderse en las voluptuosas geometrías del canto polifónico. También era fundamental el componente emotivo: sin bajarse al nivel del creyente (una de las grandes diferencias con el mundo protestante), Roma sabía que el canto religioso no podía ignorar su sensibilidad,ni podía dejar de involucrarlo de forma elegante y discreta: el canto gregoriano garantizaba un alto nivel de espiritualidad, pero terminaba excluyendo al creyente cuyo horizonte estético (sobre todo en el siglo XVI) difícilmente lograba identificarse con ese estilo.

Sobre estas bases, nació lo que hoy se conoce como “Scuola Romana”, una escuela que representaría musicalmente lo que el Concilio había escrito y firmado. La centralidad geográfica de Roma, su cercanía al mundo ibérico y, al mismo tiempo, la presencia de muchos compositores flamencos y alemanes (Orlando di Lasso era uno de ellos) favorecieron la rápida concretización de estas normas en un lenguaje real y efectivo. En pocos años Roma fue capaz de atraer (y formar) grandes genios de la música, entre ellos Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594).

Palestrina, nombre con el que hoy lo recordamos, aunque indique solamente su lugar de nacimiento, fue el máximo representante del Renacimiento musical romano. Su música, principalmente religiosa, es una síntesis perfecta y homogénea de lo establecido por la Contrarreforma: polifonía moderada pero elegantísima, claridad de los lenguajes, de las formas y de la palabra y, obviamente, una atención especial hacia la esfera de las emociones. Siguiendo estas reglas, Palestrina regaló al mundo católico más de cien misas, trescientos motetes, sesenta y ocho ofertorios y treinta y cinco Magnificat, entre muchas otras formas menores.

Su herencia fue monumental, no solamente por el número de composiciones sino también por el peso cultural y moral que  representaron a paartir de su muerte. La habilidad política de la curia vaticana,junto al genio inagotable de Palestrina, formaron una nueva tradición musical con la cual pronto todo el mundo, incluso el protestante y el ateo, tendría que lidiar. Su modelo fue obligatorio para muchos, antes de que el nombre de Palestrina fuese historia: Gregorio Allegri (compositor del célebre Miserere), Giovanni Maria Nanino y Felice Anerio, entre otros, continuaron su escuela transportándola en el Barroco y luego en el Clasicismo. Roma seguía viva, más fuerte que nunca.

Nunc dimittis

Sicut cervus

Stabat Mater

Missa Papae Marcelli

Francesco Milella
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