por Francesco Milella
El profundo desprecio con el cual la cultura romántica tradicionalmente miraba la música barroca iba más allá del simpe juicio estético sobre las composiciones: la Europa del siglo XIX rechazaba sobre todo el sistema de producción musical de ese periodo, de carácter serial, ajeno a cualquier idea de creatividad y genio. El compositor barroco obviamente era visto como un técnico, capaz de construir obras musicales siguiendo los paradigmas artísticos más de moda. Muy pocos compositores de esa época lograron salvarse de este juicio de la crítica romántica. Además de Johann Sebastian Bach, que – como vimos, recordando la trayectoria de su música en el siglo XIX – sobrevivió por ser considerado modelo cultural perfecto para construir una nueva identidad alemana; solo un compositor más logró superar la edad romántica con éxito: Giovanni Battista Draghi, mejor conocido como Pergolesi.
Joven enfermizo, probablemente poliomelítico, con un carácter amable y sensible, compositor brillante, genio precoz: inmediatamente después de su muerte por tuberculosis, ocurrida en Pozzuoli, cerca de Nápoles, en 1736 a la edad de 26 años, la figura y la trayectoria artística de Pergolesi lograron encantar a toda Europa. Cortes desde Portugal hasta Rusia se enamoraron de sus obras y se enternecieron con su historia: comenzaron a mandar a Nápoles sus propios compositores para comprarlas y, si era necesario, copiarlas o incluso robarlas. Grandes compositores como Bach se acercaron a sus obras para estudiarlas y realizar transcripciones. Cuando, en 1752, se presentó en París su intermezzo La Serva Padrona, la moda de Pergolesi ya había alcanzado su máximo vértice.
Pero ¿cómo fue posible que un compositor tan joven, que había logrado publicar en vida solo veinte de sus casi cincuenta obras, haya podido alcanzar un éxito tan extremo, un éxito que sigue vivo hasta nuestros días? No era suficiente morir joven, enfermo y abandonado en un convento en Pozzuoli, para cautivar tantas atenciones y alabanzas e imponerse con tal firmeza en el gusto y el repertorio de toda Europa a lo largo de tres siglos. Era necesaria también una música que fuera perfecta en todos sus aspectos para fascinar los oídos de un continente entero y de diferentes generaciones. Así fue la música de Pergolesi.
Una de las últimas obras definitivamente atribuidas al joven Pergolesi es Septem verba a Christo in Cruce Moriente Prolata, una composición religiosa estructurada en siete cantatas, cada una incluye arias y recitativos interpretados por Jesús y el alma que representa al fiel cristiano. El motor dramático se coloca obviamente sobre las siete palabras que Jesús pronunció desde la cruz. A partir de en los años treinta del siglo pasado, cuando se descubrió esta partitura, fue inmediatamente comparada con el célebre Stabat Mater que representa el mismo episodio de la vida de Cristo pero desde la perspectiva de la Virgen. Se trata de una comparación interesante que nos puede ayudar a entender más a fondo la genialidad de Pergolesi.
Acostumbrados a la expresividad delicada y melancólica, maravillosamente femenina y humana, discreta y púdica del Stabat Mater, no podemos evitar quedar sorprendidos al escuchar la música con la cual Pergolesi acompaña maravillosamente las Septem Verba de Jesús. Con el mismo pudor y discreción de la Virgen del Stabat Mater, el Cristo de Pergolesi nos lleva de la mano a través de sus palabras y su dolor mostrándonos su lado humano, obscuro, angustioso y agobiante, y su lado divino más sabio y luminoso, consciente de su inminente llegada a la casa del Padre. La música de Pergolesi se aleja aquí de la delicada expresividad del Stabat Mater para acompañar esta trágica escena con densidad e inquietud; deja a un lado las extravagancias teatrales de su época y nos ofrece un momento de intensa fuerza espiritual, libre de inútiles y superficiales sentimentalismos. Las Septem Verba no son el resultado de un hábil y experto compositor: son el testigo de un genio capaz de superar los vínculos de su época y entregarnos una música universal.
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