por Francesco Milella
La primera vez que descubrí la existencia de algunas grabaciones del último castrato de la historia, mi sorpresa y mi emoción fueron totales. Corrí a buscar en internet alguna de estas grabaciones con la curiosidad de escuchar finalmente cómo podía sonar la voz de un hombre al que le habían hecho una operación tan dura. Comencé buscando a “Alessandro Moreschi”, el último castrato al servicio del Vaticano entre el 1883 y el 1931. La desilusión fue más grande que la emoción inicial: desafinado, frágil, débil, sin color y con una notable falta de técnica de canto. ¡No era posible! Esa voz tan desagradable no podía pertenecer a la misma categoría en la que tradicionalmente colocamos a mitos como Farinelli, Senesino o Caffarelli, para los cuales se habían compuesto algunas de las arias más bellas del barroco. Al final, un amigo melómano con el cual acabé discutiendo, me aconsejó: “Olvídate de Alessandro Moreschi. ¡Es ridículo! ¿Quieres descubrir cómo podían sonar las verdaderas voces de los castrati? ¡Pon un disco de Joan Sutherland!”.
Graun – Montezuma: Non han calma
¿Joan Sutherland? Qué tenía que ver la soprano australiana, maravillosa intérprete de Bellini y Donizetti, con los castrati? Fui a buscar una de las grabaciones que Sutherland había hecho de arias barrocas y me senté a escuchar “Non han calma” de la ópera Montezuma de Carl Heinrich Graun: su voz era blanca, limpia, brillante y luminosa. No había un elemento que estuviera fuera de lugar. Todo era increíblemente perfecto: las variaciones, las cadencias y el extremo virtuosismo, los agudos poderosos y delicados. Esa era la voz de Joan Sutherland, una de las más grandes divas del siglo XX.
Paradójicamente, la trayectoria artística de Joan Sutherland empezó de forma muy desordenada y frágil en Australia, donde había nacido en 1926. No logrando encontrar su propio camino, lentamente y con tenacidad la joven soprano fue puliendo su propio instrumento, perfeccionando sus aspectos más débiles (registro bajo y dicción) y fortaleciendo los puntos más fuertes (registro agudo y virtuosismo) para acercarse a un repertorio más adecuado a sus cualidades vocales: la ópera barroca y el bel canto italiano de Rossini, Bellini y Donizetti.
Rossini: Semiramide: Bel raggio lusinghier
En la última parte del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX la vocalidad wagneriana y verista italiana habían puesto la atención en la expresividad, en la capacidad que la voz humana tenía de dar vida a las emociones más intensas y violentas del libreto. La voz se había transformado en un instrumento al servicio de la escena y de la dramaturgia, exigencia de aquellos años. Y así se fueron interpretando las grandes óperas del pasado, desde Mozart hasta Rossini. El bel canto fue desapareciendo para dar paso a la mera historia hasta que, en 1952, llegó a Europa Joan Sutherland: su voz luminosa y brillante comenzó a romper los esquemas de su época volviendo a proponer una vocalización totalmente centrada en la voz, en sus cualidades, en su belleza sobrenatural. En el bel canto nadie, ni la misma María Callas que en esos años estaba comenzando su gran ascenso, había visto o escuchado algo parecido. Por primera vez, el mito de los castrati recobraba vida en la voz de Joan Sutherland.
Donizetti: Lucia di Lammermoor
En pocos años, con la complicidad de un marido director, hábil y brillante, como Richard Bonynge, Joan Sutherland se acercó con extraordinaria sensibilidad y maestría a las más bellas óperas de Handel y Bononcini hasta llegar a la gran temporada belcantista italiana de Rossini, Bellini y Donizetti gracias a los cuales logró imponerse como diva sin rivales. Fuera Alcina o Semiramide, Lucia di Lammermoor o Los hugonotes, María Estuardo, Norma, la soprano australiana arrasaba con todo y con todos; no había concierto en el que su voz no fuera impecable, no había disco que no alcanzara grandes ventas.
La trayectoria musical de Joan Sutherland se fue apagando lentamente en la década de los ochenta cuando su voz comenzó a perder la luminosidad de los primeros años. Consciente de esta realidad, en 1991 con Marilyn Horne y Luciano Pavarotti, sus grandes amigos y colegas, se despidió del escenario con un concierto final que tuvo lugar en Sidney, su ciudad natal, dejando al mundo de la música y de la cultura el recuerdo de una vida musical extraordinaria que difícilmente se volverá a repetir.
Alessandro Moreschi (el último castrato)
Comentarios