por Francesco Milella
La historia de la ópera del último siglo fue sustentada por unas pocas, pero inmensas voces capaces de representar y encarnar la complejidad de ese mundo – sus contrastes, pasiones y manías – de manera absoluta y totalizante. Frente a un rápido declive de los compositores de ópera (obviamente se siguió componiendo, pero, para públicos cada vez más reducidos y especializados), estas voces fueron capaces de despertar un nuevo entusiasmo transportando la ópera hacia las complejidades y absurdos del siglo XX sin traicionar su identidad. Hoy nos toca despedir, con profunda tristeza, una de estas maravillosas voces, una diva cuya trayectoria atravesó la segunda mitad del siglo XX con la nobleza, la sensibilidad y la elegancia de una reina: Montserrat Caballé.
Aunque pudiera parecer más oportuno y respetuoso recorrer su gloriosa carrera, desde su debut internacional en Nueva York en 1965 hasta su legendaria colaboración con Freddy Mercury, me perdonarán si cambio el tono de este homenaje para contarles de una diva diferente, a través de los cuentos y leyendas, a veces fruto de la fantasía y el cariño, de los “loggionisti”, los melómanos más obsesivos y fieles, que tuvieron el privilegio de escucharla en vivo.
Bellini: “Casta Diva” (Norma)
Cuando Montserrat Caballé comenzó su carrera, María Callas estaba cerrando la suya,dejando una herencia muy incómoda que nadie podía superar. Voces como Joan Sutherland o Marilyn Horne lograron encontrar su camino, recuperando un repertorio totalmente nuevo (Handel y Rossini, entre otros) y alejándose así del aura, respetable, pero al mismo tiempo estorbosa, que esa gran diva seguía emanando. Monserrat Caballé, por el contrario, decidió emprender el mismo camino que María Callas había recorrido entrando en su mismo territorio: Bellini, Donizetti, Verdi y Puccini. Inevitable, para muchos melómanos,fue leer su llegada como una invasión en el mundo privilegiado de la diva absoluta. ¿Cómo podía una joven cantante usurpar el trono que había sido de María Callas interpretando sus óperas y, además, en los que habían sido “sus” teatros (Teatro alla Scala, Covent Garden, Ópera de París)?
Donizetti: “Com’é bello, quale incanto” (Lucrezia Borgia)
A pesar de tantos prejuicios, la voz de Montserrat Caballé terminó imponiéndose con una nueva estética vocal, menos carnal y dramática que la de María Callas, pero seguramente más delicada y limpia, en una palabra: más angélical. Su voz ganó inmediatamente el favor del público por sus “mezzevoci”, por su color blanco y limpio, por la claridad y la fuerza de sus registros, así como por su suntuosa y discreta presencia escénica. Fuera Leonora del Trovatore, Lucrezia Borgia en la homónima ópera de Donizetti o Tosca de Puccini, Montserrat Caballé lograba siempre darle al clavo ofreciendo cada vez interpretaciones impecables por gusto y sensibilidad. Podía no haber estudiado el texto de su personaje (irónicamente memorable fue la Semiramide en Aix-en-Provence, donde al libretto de Gaetano Rossini Montserrat Caballé prefirió una vocalización casual de a, e y o), podía desafinar algunos momentos claves (no hay melómano italiano que no recuerde su Maria Stuarda en la Scala, donde las tremendas desafinaciones de su voz recibieron un irreverente “¡bruja!” por parte del público), podía hacer muchos errores y cometer ciertas (a veces imperdonables) superficialidades, pero, cuentan los melómanos de otras generaciones (mi relación con su voz ha sido solamente discográfica), no había noche en que Montserrat Caballé no deleitara al público con sus fenomenales “filati” -frases en donde la voz se aligera hasta volverse puro aire- y sus agudos penetrantes, que lograban llenar incluso los teatros más grandes.Así fue como algunas noches (y muchos discos) quedaron grabadas en la historia de la música: el Trovatore en Florencia en 1968 (véase enlace), Lucrezia Borgia de Donizett, en la Scala de Milán en 1970, Norma en Orange en 1975, para citar solamente las que los melómanos siguen recordando con más cariño y entusiasmo.
Verdi: “D’amor su l’ali rosee” (Trovatore)
Hoy nos tenemos que despedir de ella, de su excepcional sensibilidad, de su simpatía (memorable fue la colaboración con Freddy Mercury para las olimpiadas de 1992 en Barcelona) y de su generosidad musical (no podemos olvidar sus esfuerzos para reconstruir el Liceu de Barcelona, después del incendio del año 1994). Para muchos se ha ido “la última diva de la ópera”: más allá del sensacionalismo que esta frase parece sugerir, no podemos negar que sea cierto. Con ella desaparece una manera de vivir la ópera, un mundo musical en donde una voz se transformaba en diva por méritos propios y grandes esfuerzos, fuera de cualquier regla de mercadotecnia discográfica; un mundo en donde el éxito se construía en los teatros, enfrentando los públicos más severos y consiguiendo éxitos reales. En fin, un mundo donde la voz era la reina y, como tal, capaz de hechizar nuestra sensibilidad y regalar momentos que, después de más de treinta, cuarenta o incluso cincuenta años, siguen grabados en nuestra memoria colectiva. No cabe duda: de ese mundo, Montserrat Caballé fue la última, grandísima y divina representante.
Verdi: “Morró, ma prima in grazia” (Ballo in Maschera)
Puccini “Vissi d’arte” (Tosca)
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