por Francesco Milella
Didone Abbandonata, L’Olimpiade, Alessandro nelle Indie, Catone in Utica, Siroe re di Persia, Artaserse, Adriano in Siria… son algunos de los títulos de las óperas que por casi un siglo dominaron los teatros de toda Europa. Son títulos que hoy no nos dicen nada, que no identificamos con ningun compositor específico, más allá de un Vivaldi o de un Pergolesi. Pero en su época, entre 1730 y 1800, fueron los reyes de la ópera europea: los compositores de toda Europa se peleaban entre ellos para poner estos libretos en música, los empresarios de los teatros hacían todo lo posible para aprovecharlos en sus estrenos. Un dato lo dice todo: muchos de esos libretos fueron puestos en música sesenta o inclusive ochenta veces por compositores diferentes.
No fue una moda, fue una verdadera revolución. Una revolución hecha por un solo hombre, un poeta nacido en 1698: Pietro Trapassi, mejor conocido como Pietro Metastasio. En Roma, su ciudad natal, comenzó todo: imitando a los grandes poetas del Renacimiento, el joven Metastasio comenzó a escribir pequeñas obras teatrales y poesías que rápidamente llamaron la atención de algunos intelectuales de la Accademia dell’Arcadia, fundada en Roma en 1690 para reunir grandes poetas italianos y responder activamente al gusto vulgar del nuevo barroco.
Gracias a la Academia dell’Arcadia, Metastasio pudo contar con un apoyo de gran prestigio: compositores como Scarlatti, Leo, Pergolesi, Hasse y Vivaldi lo eligieron para sus nuevas óperas, y así comenzó a circular por toda Italia y, obviamente, por Europa. En 1729 Metastasio recibe una invitación oficial por parte de la corte imperial de Viena para ocupar el puesto que había sido de Apostolo Zeno y ser así el nuevo Poeta de Corte. Era la gran ocasión que estaba esperando: en Viena Metastasio vivió como rey, sembrando éxitos y triunfos hasta su muerte en 1782.
Para entender tanto éxito de este libretista, figura que hoy nosotros consideramos inferior a la del compositor, hay que mirar al mundo de la ópera de esos años. En la ópera del siglo XVIII quien dominaba, obviamente después de los cantantes, era el libretista: su sueldo era más alto que el de cualquier compositor, su nombre era el primero que aparecía en los anuncios de las nuevas óperas, y era el primero en llevarse los aplausos. El compositor era visto como un artesano cuyo deber era el de “limitarse” a poner en música un texto ya dispuesto. Dicho en otras palabras, en una hipotética pirámide operística el vértice era el cantante, con sus excesos y caprichos; seguía el libretista, cuya labor consistía en preparar un texto que el pobre compositor, el último de la lista, tenía que poner en música, casi siempre aplastado por las exigencias musicales del castrato del momento. Desde su segunda posición, Metastasio logró revolucionar la ópera estructurando todos sus libretos de la misma forma, en tres actos y con una rígida, casi geométrica, alternancia entre recitativo, el momento más dinámico donde la historia se desarrollaba, y el aria, momento estático de reflexión donde el cantante podía expresar todas sus habilidades vocales.
Pero obviamente había mucho más en los libretos de Metastasio: antes que nada, una ambientación exótica o por lo menos lejana en el tiempo y en el espacio, como podían ser las historias griegas y romanas, perfectas para poder encantar e impresionar al público con escenas mágicas y, al mismo tiempo, ofrecer historias moralmente ejemplares; en segundo lugar, personajes sólidos cuya expresión dramática era extraordinariamente clara, inmediata, que los hacía fácilmente distinguibles entre ellos y, last but not least, la elegancia o incluso, como dirían algunos, la perfección del idioma, ideal para la música gracias a su atenta distribución de las vocales y de las consonantes y a la perfecta organización de los versos.
Con sus libretos Metastasio cambió definitivamente la ópera logrando imponer un modelo elegante para la crítica, claro para el público, eficaz para los compositores y funcional a las exigencias vocales de los cantantes. Su revolución duró más de un siglo, sus libretos fueron puestos en música incluso en los años treinta del siglo XIX, logrando sobrevivir a la revolución rossiniana. El último será el español Ramón Carnicer i Batlle, quien en 1843 pondrá en música el libreto de Ipermestra, escrito por Metastasio en Viena en 1744. Es un dato anacrónico, casi irónico, por su absurdo retraso, pero que nos demuestra claramente la fuerza y la resistencia de un modelo dramatúrgico perfecto.
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