Diego Matheuz y el triunfo de un nacionalismo para nuestros tiempos

Por José Antonio Palafox El pasado 23 de junio se presentó –en un Auditorio Nacional prácticamente lleno- la Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela bajo la […]

Por Jose Antonio Palafox Última Modificación junio 27, 2016

Por José Antonio Palafox

El pasado 23 de junio se presentó –en un Auditorio Nacional prácticamente lleno- la Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela bajo la dirección del renombrado Diego Matheuz. El atractivo programa, cuyo hilo conductor fue el nacionalismo musical, estuvo formado por la Suite Margariteña del compositor venezolano Inocente Carreño (1914), la Sinfonía India del mexicano Carlos Chávez (1899-1978) y la Primera Sinfonía del austríaco Gustav Mahler.

 

En muy pocas ocasiones hemos asistido a conciertos tan llenos de agradables sorpresas: tras una breve espera, los músicos, el concertino Ramón Román (que merece una mención especial por su inspiradísimo desempeño) y el joven director Diego Matheuz (1984) fueron recibidos con calurosos aplausos y dieron inicio a la Suite Margariteña de Inocente Carreño. Escasamente difundida desde su estreno en 1954 (solo conocemos una grabación de 1995 editada bajo el sello Dorian), esta obra resultó ser la propuesta más acertada para iniciar un diálogo musical entre México y Venezuela que se mantuvo a lo largo de todo el concierto, como veremos más adelante. Desarrollada dentro de un marco de corte impresionista, la Suite Margariteña está conformadas por diversos temas folclóricos venezolanos cuyo tratamiento apasionado y solemne nos hace recordar inmediatamente las similitudes estilísticas existentes entre todas las diversas escuelas nacionalistas latinoamericanas. El abundante uso de los instrumentos de metal que exige esta composición nos hizo temer que, dadas las características acústicas del Auditorio Nacional (que lo hacen proclive a una “saturación” sonora cuando se imprime a la música demasiado entusiasmo), la vigorosa conducción de Matheuz terminara jugándole una mala pasada. Sin embargo, el director hizo gala de un absoluto control de la orquesta e hizo entrega de una Suite Margariteña vibrante e impecable.

 

Inmediatamente después, la Sinfónica Simón Bolívar interpretó la Sinfonía India de Carlos Chávez. Significativa elección, ya que no hay que olvidar que esta obra -tal vez la más conocida de Chávez y una de las piedras angulares del nacionalismo mexicano- fue estrenada mundialmente en Caracas, Venezuela, en 1954. A diferencia de la pieza de Inocente Carreño, la Sinfonía India es una obra que el público mexicano conoce bastante bien, ya que cuenta con innumerables grabaciones en el mercado y es programada con regularidad en las salas de conciertos, por lo que el reto para Diego Matheuz fue ofrecer una interpretación “distinta”. Y vaya si lo logró, ya que hizo entrega de una inteligente lectura en la que hizo especial énfasis en el uso de las percusiones que evocan el ancestral misticismo prehispánico. Por lo general, cuando interpretan esta intrincada sinfonía, los directores tienden a amalgamar los elementos que la conforman para conseguir un grandilocuente efecto de “majestuosidad”. Pero Matheuz optó por evitar ese efectismo para, en su lugar, hacer un minucioso análisis de los componentes estructurales de la obra, separándolos claramente en distintas entidades sonoras pero sin perderlos nunca de vista como un todo. Con ello, este talentoso director consiguió dar vida a una Sinfonía India totalmente nueva y reluciente, como compuesta por un Carlos Chávez del siglo XXI.

 

El intermedio resultó demasiado breve para asimilar tan grandes sorpresas, y entonces llegó una aún mayor. La Primera Sinfonía de Mahler tal vez no sea una obra propiamente nacionalista, pero si abunda en danzas y canciones populares austríacas. Con ella, el diálogo musical propuesto por el programa alcanzó niveles universales, además de mostrar la asombrosa capacidad de Diego Matheuz para trasladarse (y trasladarnos) de los más exaltados nacionalismos latinoamericanos de mediados del siglo XX a las más densas reflexiones existenciales sobre el papel del artista en la Europa de finales del siglo XIX. Al igual que con la Sinfonía India de Chávez, la abundancia de grabaciones y la regularidad con que la Primera Sinfonía de Mahler se programa en las salas de conciertos hacen que haya bastantes puntos de referencia. Sin embargo, como también ocurrió con la primera parte del concierto, Diego Matheuz sorprendió al público haciendo entrega de una lectura totalmente distinta de esta obra. Para empezar, se tomó su tiempo para construir la atmósfera del primer movimiento, destacando con precisión casi matemática los pequeños detalles que generalmente pasan desapercibidos. El efecto “desde la lejanía” del llamado inicial de las trompetas fue literal, ya que los músicos dieron cuenta de esta parte desde detrás del escenario para luego pasar a ocupar sus respectivos asientos entre los demás miembros de la orquesta. El desarrollo del movimiento fue luminoso y apasionado, pero también –gracias a la sabia batuta de Matheuz- sutil y delicado. Después vino un segundo movimiento verdaderamente insólito, en el que los juguetones ritmos de las danzas populares austríacas dieron paso, sin previo aviso, a vigorosos ataques de las cuerdas, que arremetían –literalmente- contra el resto de la orquesta a una velocidad casi inhumana. Silencio abrupto, vuelta a los saltarines ritmos folclóricos y luego de nuevo las cuerdas “atacando” a todos. Incluso en uno de esos silencios abruptos, el desconcertado público empezó a aplaudir creyendo que el movimiento había llegado a su fin.

Después de esta audacia interpretativa que seguramente dará mucho de qué hablar, nos preguntábamos con inquietud cómo se desarrollaría la marcha fúnebre del tercer movimiento. Sin embargo, esta se desarrolló en una atmósfera perfectamente solemne y majestuosa de la que Mahler habría estado orgulloso. Finalmente, el cuarto movimiento fue una verdadera apoteosis en la que todos los músicos dieron lo mejor de sí para llegar a un colosal clímax musical que casi hizo colapsar las paredes del Auditorio Nacional.

 

Visiblemente agotado, Diego Matheuz se retiró entre bien merecidas ovaciones, aplausos y porras improvisadas para volver poco después y ofrecer como encore una entusiasta e impecable interpretación del Huapango de José Pablo Moncayo, otra de las obras fundamentales del nacionalismo musical mexicano. Delirante, el público aplaudía a rabiar y redobló las porras en honor a los talentosos músicos de la Sinfónica Simón Bolívar. Matheuz no quiso defraudar las expectativas y -siempre dentro del concepto del diálogo musical nacionalista entre México y Venezuela antes mencionado- volvió al podio para dirigir (por dos veces consecutivas, dado que los aplausos y las ovaciones no paraban) una vibrante versión orquestal de “Alma llanera”, obra compuesta por Pedro Elías Gutiérrez (1870-1954) y que puede ser considerada como el segundo himno nacional de Venezuela.
Pedro Elías Gutiérrez: Alma llanera / Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela, dirige Gustavo Dudamel

Jose Antonio Palafox
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