por Ricardo Rondón
Alexander Borodin trabajó 18 años en su ópera El Príncipe Igor pero a pesar de todo, nunca la terminó. Murió en 1887 a los 53 años. La razón es válida, Borodin prefirió siempre dedicarse a la ciencia. Igor se presenta ahora en el Met en una producción de Dmitri Tcherniakov que se lanzó a la tarea de analizar las partituras de Borodin a fondo y restaurar la pieza a las intenciones originales. A la muerte de Borodin Rimsky-Korsakov y Glazounov llenaron todos los huecos de composición y le dieron forma a esta ópera que siempre ha sido difusa. Tcherniakov eliminó toda la música compuesta por los compositores amigos del compositor, reordenó los sucesos del argumento y se saltó unos cuantos siglos en la exposición de sucesos. Aunque dice haber concentrado la acción, la pieza rebasa las 4 horas y tiene definitivos “longeurs”. El productor utiliza filmaciones en blanco y negro para describir los horrores de la guerra en su deseo de cubrir los espacios que dejó Borodin. La acción se salta del s.XII a principios del s. XX y el vestuario es francamente absurdo : va del desnudo a traje y corbata, que no se usaban en esa época. La figura de Igor es la de un hombre taciturno, trastornado por su fracaso y la derrota ante los invasores e incapaz de levantar el ánimo. En el final lo hace sin que sea convincente. La dirección escénica evita todo elemento de virilidad entre los personajes masculinos y es fastidioso. Para las célebres Danzas Polovetsianas nos dan tres docenas de bailarines retorciéndose en el sembrado de amapolas. Todo el segundo acto transcurre en la mente enferma de Igor y suponemos que los rojos significan la sangre que riega los campos en las batallas además del efecto que todos sabemos contienen las amapolas.
El director de orquesta fue Gianandrea Noseda, también responsable de la preparación de esta nueva edición musical. La orquesta sonó espléndida, los tiempos y ritmos lucieron pero la acción en el escenario pasó de lo atroz a lo aburrido. La coros del Met sonaron magníficos y se colocaron en los palcos más cercanos al escenario para enriquecer las Danzas, que apenas se aplaudieron.
¡A los cantantes! La ópera es ante todo el placer de escuchar grandes voces en un marco escénico atractivo y lógico. Este no fue el caso, todo lo contrario. Salvo el bajo lírico Ildar Abdrazakov, quien encarnó al trastornado Igor por 4 horas, el resto del elenco fue mediocre. Aunque la voz de Abdrazakov sea agradable, es más bien para un lirismo italiano y no tiene el registro profundo de los mejores bajos; esto se notó en su gran aria aunque una vez en la media voz, sonó hermosa y bien colocada. El artista tiene prestancia y personalidad pero lo segundo le sirvió de poco gracias al concepto. Fue un antihéroe que no creemos haya sido la idea de Borodin. La soprano Oksana Dyka hizo una Yaroslavna, esposa de Igor, digna y atractiva físicamente. La voz en cambio es filosa, ácida y chillona. Mikhail Petrenko encarnó al villano Príncipe Galitsky con más personalidad que voz. Su sonido es hasta frágil para la parte y todo el tiempo estuvo forzando su emisión. Sergei Semishkur cantó a Vladimir con pasión y buena comprensión de su aria. Los agudos son apretados pero probablemente haya sido el mejor solo de la función, al menos fue lo que opinó el público. El Khan Konchak estuvo en manos del bajo Stefan Kocán, de quien guardábamos un buen recuerdo. Nuevamente nos llevó al mundo de las voces graves sin graves y su comportamiento escénico fue deplorable. Anita Rachvelishvili estuvo aceptable como Konckakovna.
Teníamos mucho interés por ver esta nueva producción de El Príncipe Igor pero cuando se asiste a una función de ópera y no se experimenta emoción alguna, algo anda mal y si una producción “confusa” y hasta atrevida se toma de la mano de un elenco vocal mediocre, sentimos que nos cerraron la puerta en la nariz. Por un largo rato no volveremos a asomarnos a ésta, la más famosa de las composiciones de un genio indudable pero mal tratado, Alexander Borodin.
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