En la escena operística pocos protagónicos están hechos para los barítonos. Casi siempre son los villanos, los antagónicos del tenor, y es este último quien interpreta los roles principales. Una excepción es Fígaro, personaje estelar de la famosa obra de Gioachino Rossini, El barbero de Sevilla, comenta a MILENIO en entrevista telefónica desde Berlín, Alemania, Alfredo Daza (Puebla, 1975), quien este diciembre celebró en la Ópera Estatal de Berlín 100 representaciones de uno de los papeles más emblemáticos del bel canto mundial.
“Fígaro ha sido mi amigo en las buenas y en las malas. Ha estado presente en toda mi carrera”, señala quien actualmente es el primer barítono de la Ópera Estatal de Berlín. Y es cierto, el pícaro barbero le ha acompañado desde sus inicios. La primera vez que lo interpretó fue en 1996 en el teatro Calderón, en la Universidad Autónoma de Zacatecas. También con este rol audicionó en Berlín y a lo largo de los años lo ha interpretado en la Ópera de Los Ángeles — invitado por Plácido Domingo—, en la Washington National Opera y la Ópera de Roma.
Sin embargo, Fígaro no es el único personaje al que le ha dado vida: a lo largo de su trayectoria ha representado más de 40 roles, entre ellos Renato de Un baile de máscaras, Germont de La Traviata, el Conte di Luna de El Trovador, y Scarpia de Tosca, papeles caracterizados por matices más dramáticos.
¿Qué ha significado el rol de Fígaro en tu carrera?
Fígaro ha sido mi amigo en las buenas y en las malas. Ha estado siempre presente. En todas mis audiciones cantaba el aria “Largo al factotum” (una muy complicada en la que da voz a Fígaro). Mi maestro me había dicho que siempre la cantara con respeto, pero cuando participé en el Concurso de Canto Morelli precisamente con esa aria, me sentí demasiado confiado y eso hizo que se me rompiera la voz en una nota aguda, eché el gallazo. Desde entonces aprendí a respetar esa interpretación. Fígaro representa muchas cosas para mí: me ha enseñado, me ha dado oportunidades y me ha permitido recibir los aplausos del público.
¿Cómo te ha ayudado a crecer artísticamente?
La primera vez que canté Fígaro tenía 19 años. Fue una de las primeras ofertas que recibí como solista. Y en Berlín lo he estado presentando durante diez años. Me ha ayudado a llegar a la madurez vocal que todos los cantantes queremos; en ese sentido, cantar Rossini ha sido como un servicio de mantenimiento. Me ha ayudado a no olvidarme de las bases, de lo que hace a un cantante: las dificultades técnicas que, en el caso de Rossini, están en las notas agudas.
El cantante de ópera es como un deportista a largo plazo, como un maratonista; es un proceso que lleva tiempo, y si quieres mantenerte tienes que poner especial atención en la técnica. Eres un cantante consolidado en los escenarios internacionales.
¿Qué tan difícil fue conseguirlo?
Al principio no fue difícil. En el mundo de la ópera existe casi un morbo por los cantantes jóvenes y apuestos o por los muy jóvenes que saben actuar. Cuando ingresé al programa de jóvenes artistas de la Ópera de San Francisco no fue ningún problema encontrar representante: cuando eres muy joven los agentes se emocionan porque están buscando desesperadamente al siguiente Pavarotti. Eso es un arma de doble filo.
“El desafío está en mantenerse en un buen nivel. Hay que buscar el balance entre las facilidades que se te dan cuando estás joven y la experiencia que adquieres cuando ya has madurado. El éxito artístico es más importante que el publicitario”.
¿A que se debe tu ausencia de los escenarios mexicanos durante ocho años?
A muchas cosas. A la desinformación sobre los cantantes de ópera; no hay un interés mediático, un seguimiento a la trayectoria operística. Por otro lado, es un problema de educación: en México tenemos una cultura televisiva y deportiva, y no estamos acostumbrados a ir a la ópera, a ver una obra de teatro o a asistir al ballet. Es irónico pensar que la primera bailarina de Berlín (Elisa Carrillo) es mexicana. Otra razón es que no hay suficientes teatros para presentar ópera. Hay un déficit de espacios.
Has trabajado con algunos de los mejores directores del mundo, ¿con cuál de ellos te has sentido mejor?
Cada director tiene estilo muy particular. Hay quienes son muy agresivos al principio, pero hay que saber conquistarlos. Participé en la primera ópera que dirigió Gustavo Dudamel, Elixir de amor; él era un chavito, pero fue muy agradable trabajar con él. Gustavo no es para mí solo un director, es un amigo. Massimo Zanetti es un director que me ha ayudado mucho en cuanto a técnica musical. He trabajado con él en El baile de máscaras, La Traviata, El Trovador.
Siento que tenemos una conexión. Y también he estado con Daniel Barenboim, y aunque es muy neuras, a quién no le va a gustar trabajar con él.
Fuente: Laura Cortés, en Milenio
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